No es
leyenda, es un hecho constatado.
Se enajenan
los sentidos, las papilas gustativas enloquecen y la boca se te hace agua.
Nada
tiene que ver que la tripa esté llena, que tus células griten saturadas de
glucosa y que el cerebro transpire dopamina por cada surco.
Esa
tarta de chocolate fundido, coronada de nata cremosa, ya ha goloseado tu olfato,
provocado un cortocircuito a la prudencia y declarado la guerra a las buenas
maneras.
—Ni
se te ocurra mordisquearte la uña—escuchas una voz rotunda dentro de ti—¿No has
tenido bastante con relamerte el dedo?
—Es
que hay restos de chocolate...—protesta otra, que hace mucho tiempo que no
oyes, tal vez, desde el cumpleaños de tu primo Carlitos.
—¿Y
tú que haces aquí? ¡Que ya hemos pasado de los cuarenta!
—¡Soy
un recuerdo y me quedo!—responde enfurruñada.
—Lo
que faltaba. Mira que lo tengo dicho. Un lametada de chocolate y regresión a la
niñez. Con lo que luego cuesta volver a la madurez y al mundo de las
responsabilidades. ¡Ea, a tu habitación y sin berrinche!
—¿Puedo
terminarme la tarta?
—Bueeeeno.
Pero, si luego insisten con tomar unos chupitos, tú calladita.
—¿Alguien
a dicho chupitos?—pregunta una voz entusiasmada, un eco de adolescencia.
—¡Largo
todo recuerdo con menos de 39 años!
Tu
cerebro sufre un lapsus, como si algo se hubiera dislocado y vuelve a
recolocarse. Miras a tu alrededor y el alivio te inunda. Sí, enfocas bien.
—Esto
se soluciona con triptófano—piensas—. Y el chocolate tiene a raudales, ¿no?—sigues
razonando.
Miras
la tarta con adoración —el quita penas infalible para todos los males— y cuando
la última cucharada se funde en tu boca, alguien dice:
—¡Una
ronda de chupitos!
©
Blanca de la Torre Polo
No hay comentarios:
Publicar un comentario