lunes, 29 de octubre de 2018

Cristina Vázquez: Interestelar

El ascensor se había parado otra vez entre piso y piso. O venían de una vez a repararlo o me largaba de ese apartamento tan mono y luminoso recién alquilado. No pude evitar empezar a recitar, una y otra vez, frases consabidas de mi madre: Las decisiones importantes hay que tomarlas con sosiego, no hacer mudanza en tiempos de cambio o algo parecido. Lo repetía para tranquilizarme, mientras apretaba compulsivamente la campanita amarilla para pedir auxilio. Ya se oía ruido, vendría el manitas del edificio o el cuerpo entero de bomberos, pero que viniera alguien, por favor. Y al fin se abrió la puerta como por ensalmo, con suavidad, sin intervención de ninguna llave inglesa, ni martillazo ni voces rudas de operarios. Apareció una mujer sonriente con gafas de pasta negra, un moño en lo alto de la cabeza y restos de antiguo acné, muy lejano por su edad, en las mejillas. Llevaba una especie de camisola azul irisada que le hacía parecer una libélula imponente.


—¡Pobre!  Los hados se han revuelto sobre tu crisma.

Y alargó una mano para que subiera el pequeño escalón de diferencia con el suelo, en el que se había colgado mi ascensor. Agarré esa mano salvadora con agradecimiento y nerviosismo. Su tacto huesudo y fresco como una vara flexible. Cuando por fin estuve frente a ella, me fijé en sus labios pintados con un sorprendente rojo cochinilla.  Un olor a ámbar se esparcía a su alrededor. Agradecí su intervención tratando de que me explicara cómo había conseguido abrir, y caminando hacia  su apartamento la oía rezongar —ta, ta, ta, esas son bobadas, cuando se tiene que abrir, se abre—. Tras ella como un perro pequinés, digo pequinés porque soy chata, menuda y mi peinado, en ese momento, eran dos coletas que remedaban las orejas del animal, llegamos ante su puerta.

Se giró con majestuosidad invitándome a pasar, prepararía una infusión, nos vendrá bien a las dos dijo en tono convincente. Y con su sonrisa brillante y equina afirmó que necesitaba ayuda. 

Aturdida entré a un espacio luminoso, de paredes cubiertas de tapices orientales y una mesa camilla en el centro. Con la infusión humeante sobre la mesa nos sentamos, sacó un mazo de cartas del tarot y mientras las colocaba, me confesó que era farmacéutica, pero que le aburría mucho la botica y esto era una especie de ministerio curativo que ejercía con sus poderes. 

Y al decirlo,  miraba por encima de sus gafapasta con unos ojos oscuros cubiertos de sombra verde. Tuvo la revelación hacía mucho tiempo, continuó,  cuando se le vino encima un anaquel entero de la rebotica. Comprendió que era una señal, remató con dramatismo tamborileando los dedos sobre una carta. Yo estaba quieta, absorta en el baile de dedos y cartas, sorbiendo a poquitos el té aromático que había preparado.

—Tranquila, ya está localizado el problema. Es el signo de Acuario que no está en conexión contigo.

—Es que yo soy Acuario.

—Por eso, cariño, estáis desalineados.

Empezó a mover las cartas y con los ojos entreabiertos emitía  pequeños gruñidos, hasta que las recogió con parsimonia asegurándome que ya los había ordenado.  Estaban en línea y podía vivir tranquila, nada malo  me iba a suceder. Mi problema había sido el agua vertida por la Estrella. ¡Qué casualidad! si es mi nombre, salté yo con entusiasmo, como si todo coincidiera, el signo, el nombre. En fin, una conjunción interestelar preciosa, decía ella, extraordinaria la coincidencia, señal de que todo está ya resuelto. Nos despedimos, yo con efusión, ella con  magistral complacencia y su sonrisa de caballo amaestrado.

—Nos veremos, vete en paz. Namasté —y juntando las manos me hizo una graciosa reverencia.

Volví a casa decidida a encarar la nueva etapa de mi vida con entusiasmo y decisión. A las dos de la mañana llamaron a la puerta, esta vez sí era el Cuerpo de Bomberos. A un vecino  se le había roto una bajante y estaba inundando toda la casa. Había que evacuar. Cuando nos encontramos los inquilinos en el portal envueltos en las más extrañas ropas, vi a mi salvadora avergonzada en una esquina y al acercarme susurró descompuesta, los labios pálidos, el moño descabalgado de su montura y los ojos diminutos tras unas gafitas transparentes.

—Estoy acabada. Esto es otra señal. La bajante era mía.





© Cristina Vázquez

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