El ascensor se había parado otra vez entre piso y piso. O venían de una vez a repararlo o me largaba de ese apartamento tan mono y luminoso recién alquilado. No pude evitar empezar a recitar, una y otra vez, frases consabidas de mi madre: Las decisiones importantes hay que tomarlas con sosiego, no hacer mudanza en tiempos de cambio o algo parecido. Lo repetía para tranquilizarme, mientras apretaba compulsivamente la campanita amarilla para pedir auxilio. Ya se oía ruido, vendría el manitas del edificio o el cuerpo entero de bomberos, pero que viniera alguien, por favor. Y al fin se abrió la puerta como por ensalmo, con suavidad, sin intervención de ninguna llave inglesa, ni martillazo ni voces rudas de operarios. Apareció una mujer sonriente con gafas de pasta negra, un moño en lo alto de la cabeza y restos de antiguo acné, muy lejano por su edad, en las mejillas. Llevaba una especie de camisola azul irisada que le hacía parecer una libélula imponente.
—¡Pobre! Los hados se han revuelto sobre tu crisma.
Y alargó una mano para que subiera el
pequeño escalón de diferencia con el suelo, en el que se había colgado
mi ascensor. Agarré esa mano salvadora con agradecimiento y nerviosismo.
Su tacto huesudo y fresco como una vara flexible. Cuando por fin estuve
frente a ella, me fijé en sus labios pintados con un sorprendente rojo
cochinilla. Un olor a ámbar se esparcía a su alrededor. Agradecí su
intervención tratando de que me explicara cómo había conseguido abrir, y
caminando hacia su apartamento la oía rezongar —ta, ta, ta, esas son
bobadas, cuando se tiene que abrir, se abre—. Tras ella como un perro
pequinés, digo pequinés porque soy chata, menuda y mi peinado, en ese
momento, eran dos coletas que remedaban las orejas del animal, llegamos
ante su puerta.
Se giró con majestuosidad invitándome a
pasar, prepararía una infusión, nos vendrá bien a las dos dijo en tono
convincente. Y con su sonrisa brillante y equina afirmó que necesitaba
ayuda.
Aturdida entré a un espacio luminoso, de paredes cubiertas de
tapices orientales y una mesa camilla en el centro. Con la infusión
humeante sobre la mesa nos sentamos, sacó un mazo de cartas del tarot y
mientras las colocaba, me confesó que era farmacéutica, pero que le
aburría mucho la botica y esto era una especie de ministerio curativo
que ejercía con sus poderes.
Y al decirlo, miraba por encima de sus
gafapasta con unos ojos oscuros cubiertos de sombra verde. Tuvo la
revelación hacía mucho tiempo, continuó, cuando se le vino encima un
anaquel entero de la rebotica. Comprendió que era una señal, remató con
dramatismo tamborileando los dedos sobre una carta. Yo estaba quieta,
absorta en el baile de dedos y cartas, sorbiendo a poquitos el té
aromático que había preparado.
—Tranquila, ya está localizado el problema. Es el signo de Acuario que no está en conexión contigo.
—Es que yo soy Acuario.
—Por eso, cariño, estáis desalineados.
Empezó a mover las cartas y con los ojos
entreabiertos emitía pequeños gruñidos, hasta que las recogió con
parsimonia asegurándome que ya los había ordenado. Estaban en línea y
podía vivir tranquila, nada malo me iba a suceder. Mi problema había
sido el agua vertida por la Estrella. ¡Qué casualidad! si es mi nombre,
salté yo con entusiasmo, como si todo coincidiera, el signo, el nombre.
En fin, una conjunción interestelar preciosa, decía ella, extraordinaria
la coincidencia, señal de que todo está ya resuelto. Nos despedimos, yo
con efusión, ella con magistral complacencia y su sonrisa de caballo
amaestrado.
—Nos veremos, vete en paz. Namasté —y juntando las manos me hizo una graciosa reverencia.
Volví a casa decidida a encarar la nueva
etapa de mi vida con entusiasmo y decisión. A las dos de la mañana
llamaron a la puerta, esta vez sí era el Cuerpo de Bomberos. A un vecino
se le había roto una bajante y estaba inundando toda la casa. Había
que evacuar. Cuando nos encontramos los inquilinos en el portal
envueltos en las más extrañas ropas, vi a mi salvadora avergonzada en
una esquina y al acercarme susurró descompuesta, los labios pálidos, el
moño descabalgado de su montura y los ojos diminutos tras unas gafitas
transparentes.
—Estoy acabada. Esto es otra señal. La bajante era mía.
© Cristina Vázquez
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