Mi
mujer está celosa de mi novia. Tendría yo unos quince años cuando yendo en
bicicleta para mi casa conocí a la muchacha más bonita que he visto en mi vida.
Unos ojazos color de mar encrespado que taladraban al mirar. Me conquistó.
Todas las tardes a las seis la veía sentada en un mojón del camino.
Al
principio la saludaba con la cabeza, luego le añadí un guiño, más tarde la
llamé: ¡Larguirucha! Y terminé sentándome con ella sin poder articular palabra
debido a la emoción que sentía ante su presencia.
Así
todas las tardes hasta que me tuve que ir a la Universidad.
Le
pedí que no me abandonase nunca, que me esperara y ella contestó:
‒Así
lo haré ‒y me dio un beso.
Fue
su único beso. Y me marché a estudiar.
Cinco
años pasaron. A mi regreso todos en el pueblo me hablaron de un accidente,
hasta que hubo uno ‒mi mejor amigo‒ que se atrevió a contarme lo sucedido.
Me
mintió al decirme que había muerto porque todas las tardes a las seis en punto
me encuentro con ella y charlamos en el lugar de siempre.
Me
casé con su consentimiento, me aconsejó sobre mis hijos, sobre mi trabajo,
ahora sobre mi nieto. Le cuento cosas. Me mira y es como si acariciara mi cara.
Han
pasado cuarenta años y nunca hemos faltado a la cita. Necesito de
esos encuentros. Me dan paz, alegría de vivir. Ella me comprende. Cosa que mi
mujer no es capaz.
‒La
envidia me corroe ‒soltó un día.
Le
quise explicar que no era comparable lo que sentía por una y por la otra, que
lo único que hacíamos era hablar. Me miró con desprecio. Ahora ha solicitado el
divorcio porque está harta ‒ha dicho furibunda‒ de compartirme con un fantasma.
©
Marieta Alonso Más
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