Tras varios meses, volvía a haber
sonido en la casa. Al menos sonido de verdad, no los pasos solitarios que
producía al moverse de una habitación a otra, ni el tintineo de la botella al
servirse una o dos copas. Al verla sentada, tocando el piano, pensaba en lo que
le decía la gente, que ella se le parecía mucho. Puede que así fuese con
respecto a la apariencia física, pero estaba seguro de que él no era ni la
mitad de inteligente de lo que era ella.
Al ir a recogerla a la estación, cuando le dio
un abrazo, notó como ella le llegaba a la barbilla en vez de a los hombros. Lo
más probable es que fuera por los tacones que llevaba, pero le daba la
impresión de que se había hecho más alta desde la última vez que se vieron, o,
tal vez, era él el que empezaba a encogerse.
No solo era la música lo que
se extendía por la casa, también el olor del pastel de manzana que había
preparado, el favorito de ella. Entre el olor del pastel, el sonido de la
lluvia de afuera y el recuerdo de tardes como esa en la que ella jugaba al té
con sus muñecas, escuchó las notas que marcaban su entrada. Puso los dedos
sobre las teclas y empezó a tocar junto a ella, como lo habían hecho todos esos
años, y como lo hacían cada vez que ella regresaba a casa.
© Isabel GH
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