¿De qué sirve el clamor de las palabras, si el
corazón calla?
Agustín de Hipona
El otoño no tardaría mucho
más, porque los días comenzaban a devolver su tiempo a la noche. Pronto, según
Amélie, todo volvería a la normalidad, refiriéndose al cambio de hora del
verano, que a ella le molestaba.
La encargada de la portería,
ahora gruesa, debió ser bella en su juventud. Escapó a Suiza con sus padres,
huyendo del peligro, se establecieron primero en Montpellier y, por fin, en
Boulazac, una pequeña villa y hoy suburbio al sureste de Perigueux.
Si bien había nacido en
Volendam, al noroeste de Amsterdam, una bellísima ciudad sobre el Atlántico
norte, se decía oriunda de la Dordogne, donde sus padres, él relojero y ella
modista se habían establecido y vivido mientras pudieron. Se afirmaba judía,
aunque la única fiesta que observaba fuese el día anual del perdón.
Si alguien mencionaba el
triste tema del Holocausto daba la callada por respuesta y miraba con
intensidad a los ojos de su interlocutor hasta doblegarle: Silencio y mirada,
lo mismo que había hecho el Dios de Abraham, Isaac y Jacob.
Excepto el domingo, a las
siete de la mañana se la podía encontrar limpiando los vidrios y espejos de la
portería. De la una a las tres en punto de la tarde, tomaba su siesta, pero
quien viniese unos minutos después de las tres, hallaría la portería abierta y
a Amélie embargada en alguna labor de aguja e hilo. Hasta las siete y treinta
de la tarde se la podía localizar sentada en aquella baja silla de costura,
cruzadas las manos sobre la tela almidonada de su blanco delantal, en espera de
la campanada de la media, para regresar la sillita a su sitio, revisar que todo
quedara en orden y cerrar su portería.
Fernando tenía mucho que
agradecerle desde que había quedado solo. Amélie se preocupaba de pequeños
detalles y le mimaba alguna vez con paté o confite que ella preparaba o que
recibía de sus parientes, sobre todo los días lluviosos insistía en que la
soledad no fuese buena. Ella tenía por qué saberlo. Su marido había muerto
hacía ochos años: «…estar tan al tanto de la portería ‒afirmaba con un deje de
tristeza‒ llenaba su soledad».
Apenas colocó el llavín en la
cerradura del portón, como por arte de magia cesó la lluvia, lo que le causó
fastidio. Amélie le vio tan empapado que, poniendo a un lado su labor, tomó de
prisa unas toallas de aquellas que conservaba a mano, siempre frescas y
fragantes, salió al paso del joven que ya entraba al vestíbulo, deteniéndose
apenas cruzó el dintel, como si temiera mojar el embaldosado.
‒¡Santo Dios, Fernando, que
tanto te ha calado la lluvia! ‒le dijo mientras le alcanzaba las toallas para
que se secase el pelo y la cara.
El sonrió y trató de
minimizar el frío que comenzaba a sentir. La fuerte lluvia había traspasado su
impermeable. Fue necesaria otra toalla para que el muchacho se descalzara y
secara los pies. Sus mocasines y calcetines estaban empapados. Amélie dejando
sobre una silla de la portería una de las toallas, entró presurosa a su
apartamento y regresó con las pantuflas que habían pertenecido a su marido.
Fernando sabía la inutilidad
de discutir con quien demasiado a menudo llevaba la razón. Tomó de las viejas
manos que no habían perdido su belleza la correspondencia, dio las buenas
noches y se dirigió al ascensor. Cuando se disponía a entrar en este, escuchó
el repiqueteo que denunciaba una fuerte lluvia que no cesó hasta poco antes del
siguiente amanecer.
Revisó cada uno de los
sobres. Tiró cinco de ellos a la cesta y puso los otros sobre la mesa. Con las
dos revistas que también había recibido entró a su habitación, una estancia ni
pequeña ni grande, dotada de una gran ventana abierta al norte, protegida por
persianas que filtraban la luz.
Escuchó la actividad de la
calle. Puso las revistas sobre su butaca y cerró la parte central de la amplia
ventana. Pensándolo de nuevo, levantó un pelín dos de las cristaleras de
guillotina permitiendo que el paso de un poco de aire circulara en la estancia.
La lluvia había llegado desde el sur y todo estaba seco.
Sobre un pliegue de la
cortina había una libélula de brillante abdomen escarlata que, por extraño que
parezca, no escapó asustada cuando cerró la ventana. Solo volvió su cabeza, en
dirección a Fernando, y este no pudo sustraerse a la seducción de tanta belleza.
Movió la mano para tocarla, pero voló perdiéndose de vista.
Resignado, giró y decidió
ducharse. Iba camino de la ducha cuando reconoció sobre una de las mesillas de
noche el sobre y recordó que aún no había mirada la película contenido en él.
Había prometido mirarla, lo había olvidado, y decidió hacerlo. La húmeda tarde
invitaba a quedarse en casa.
Ya enfundado en su pijama, se
dirigió, primero al televisor y después a su butaca, y mientras preparaba todo,
recordó el incidente de la libélula. La casualidad se la descubrió sobre la
alfombra, escorada sobre una de sus alitas, como un barco abandonado sobre la
arena. No había sobrevivido a su último vuelo. Se le ocurrió que quizás ya el
insecto agonizaba cuando rehuyó su mano.
Se puso de pie, tomó la libélula de abdomen
rojo cuidando de no quebrar sus alas para depositarla en
una cajita negra de cartón. La acomodó sobre el algodón,
ajustó la tapa con vidrio y devolvió el conjunto
a la repisa. Recordó que tenía una etiqueta de aquellas que nombran
los especímenes en los museos. En ella pondría la fecha de la muerte y el nombre
científico de tan bello ejemplar. Podría descansar con dignidad en un féretro
propio.
Se arrebujó
en su butaca para mirar la película. Le decepcionó la calidad del
filme. Lo devolvería al día siguiente. Aún era temprano
y la lluvia, que no cesaba, invitaba a tomar algo caliente.
Preparó una taza de chocolate, lo consumió saboreándolo, y
se fue a la cama.
Al día siguiente, le recibió otra mañana de lluvia intermitente. El tiempo que había permanecido en su oficina había transcurrido rápido. Le disgustaba dejar cosas a medio hacer. Echó un vistazo a su agenda del día siguiente comprobando que saldría a media mañana. Así decidió permanecer un poco más para terminar de esbozar un par de cartas y firmar las que debían ser enviadas. Desde su escritorio vio que había cesado de llover. Guardó todo bajo llave y abrigándose con su impermeable anduvo hasta el ascensor, pulsó el botón de llamada y se replegaron las puertas.
Pasó por frente a la portería a las 7:40 de la tarde. Subió a su piso. Todo continuaba en orden. Depositó la correspondencia sobre la mesa sin revisarla y, mientras se dirigía a su habitación, reconoció la cajita con la libélula. Con un gesto mecánico la engavetó en el aparador, debatiendo qué le atraía más, si echarse un rato en la cama o ducharse.
La vida pasa.
© Jorge Porta
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