Rocky corría como jamás había
corrido en toda su vida. Sus pequeños pulmones parecían querer estallar de un
momento a otro, mientras que sus finas patas amenazaban con hacerlo caer en el
instante menos esperado. Pero no podía pararse. En la intensa penumbra aún
podía escuchar los pasos, sigilosos pero certeros, de su perseguidor.
A su izquierda, de repente,
empezó a resonar un chasquido sordo, como si algo muy grande se arrastrase con
desgana por el suelo en su dirección. Rocky gimió en un jadeo y torció a la
derecha, sin estar del todo seguro de a dónde se dirigía. No lo iban a atrapar
otra vez. Tenía que escapar de aquella vida y no volver. ¿Cómo no se había dado
cuenta antes?
Entonces, como en un sueño,
vio una luz al final de la oscuridad. Un diminuto triángulo que prometía la
ansiada libertad. El joven gallo obligó a sus patas a correr un poco más...
«Solo un poco más», se dijo, esperanzado. Al menos, hasta que una sombra se
interpuso en su camino cuando sólo le quedaban unos pocos metros para alcanzar
la salida de la carpa. Su mayor pesadilla, el cañón. El domador se erguía junto
a él, estático, recortado contra la luz del exterior. Ahora esta había adoptado
un brillo lúgubre y amenazador, nada parecido a la esperanza que parecía
irradiar unos segundos antes. A su espalda, sus dos perseguidores se
detuvieron: una cobra jaspeada a su izquierda y un león enorme a su izquierda.
Rocky no quiso contemplar sus sonrisas triunfantes. Total, siempre era así…
Despacio,
el domador se abalanzó sobre él y Rocky se encogió con un grito. Rezando, sin
esperanza, porque aquello terminase pronto.
Pero al abrir los ojos, lo
siguiente que vio no fue el interior del temido cañón sino algo muy diferente.
Jadeando desconcertado, el gallo se frotó los ojos y trató de enfocar mejor lo
que lo rodeaba. Se encontraba en una pequeña caseta provisional de madera,
tumbado sobre una cama blanda de paja. Esta y un par de estructuras de madera,
que hacían las veces de banquetas, eran los únicos muebles de la estancia.
Pero, sin quererlo, aquello provocó que Rocky se relajase de inmediato. El
circo había quedado atrás hacía tiempo, aunque menos del que le gustaría. Y
ahora…
Gruñendo, se desperezó, se
incorporó y bostezó sonoramente. Poco a poco, la realidad se imponía a sus
demonios y volvía a recordar todo lo sucedido en las últimas semanas: la huida
de la granja, la llegada a la isla, el comienzo de una vida nueva… El gallo
sonrió, satisfecho, mientras se encaminaba despacio hacia el exterior de la
caseta.
Fuera hacía un día
espléndido, sin una nube. Los restos del avión en el que habían llegado apenas
eran ya un montón de tablas sueltas. La mayoría de sus hermanas habían sido
utilizadas para construir otras estructuras: una escuela, casas nuevas, el
almacén… Tenía que admitirlo: nunca le había gustado el estilo “gallo del
gallinero”, pero había llegado a apreciar a las chicas. Eran valientes,
decididas y capaces de hacer grandes cosas juntas. Aunque, bueno: luego estaba…
ella.
Ginger se encontraba de
espaldas a él, a dos metros escasos de distancia, discutiendo algo con Bunty y
Mac que no llegaba a escuchar del todo. Solo oía palabras sueltas, pero por lo
visto Ginger le estaba exponiendo una serie de ideas a Mac y esta argüía,
generalmente en contra, en base a sus notas. Bunty se limitaba a hacer sus
clásicos comentarios cínicos.
Rocky podía haber estado
observando toda la mañana. Pero su posición fue rápidamente descubierta por
Bunty cuando esta se giró un poco de más hacia su posición. La gallina más
grande tardó un instante en darse cuenta de que, en efecto, él estaba allí.
Pero cuando lo hizo, se calló de golpe, lo que hizo que Ginger se girara a su
vez y su mirada se iluminase. Rocky no se cansaría jamás de ver ese brillo en
sus ojos verdes.
–Buenos días, dormilón –lo
saludó de lejos–. ¿Has dormido bien?
Él fingió como si no llevase
un rato escuchando, aunque sabía que a ella no podría engañarla por mucho rato,
antes de bajar los escalones y aproximarse.
–Bastante bien. Aunque no
quiero interrumpir. Seguid a lo vuestro, por favor…
Sin embargo, la mirada que
cruzaron Mac y Bunty le dio la indicación precisa de que, por un rato, Ginger
volvería a ser solo suya.
–No hay prisa, esto puede
esperar –arguyó Bunty guiñando un ojo.
Mac, como de costumbre,
masculló algo ininteligible para Rocky antes de seguir a su compañera colina
abajo y desaparecer de la vista. Ginger casi hizo amago de retenerlas, pero
después se lo pensó mejor. Como había dicho Bunty, la arquitectura podía
esperar. Y más si tenía una estupenda alternativa aguardando a sus espaldas…
–Oye, de verdad que no quería
interrumpir –se disculpó el gallo con absoluta inocencia cuando ella se giró
para encararlo–. Si estás ocupada…
Ginger, por su parte, lo
interrumpió en ese momento agarrándolo del pico y plantándole un beso en el
mismo; algo de lo que, en honor a la verdad, Rocky tampoco se hubiese cansado
nunca.
–Nunca estoy lo bastante
ocupada como para no estar un rato contigo –sonrió la gallina anaranjada
mientras él pasaba un ala cariñosa por su cintura–. ¿Has dormido bien?
Rocky dudó un microsegundo,
sin saber si hablarle de sus pesadillas o no, antes de desechar la idea y
asentir con la cabeza.
–No te voy a mentir. Esto es
mejor que compartir cama con el abuelo…
Ginger se rio antes de
volverse a mirar la isla, por donde sus compañeras y el propio Fowler se
afanaban en seguir dando forma a lo que sería su nuevo hogar. Lejos del
recuento, del encierro, de poner huevos por obligación bajo pena de muerte…
–¿Sigues enamorada de este
lugar? –quiso saber Rocky, situándose a su espalda y rodeando su cuerpo con los
brazos–. ¿Cómo el primer día?
Ginger asintió.
–O más –aseguró–. Aquí
podremos formar una colonia a nuestro antojo sin nadie que nos diga lo que
tenemos que hacer.
Rocky sonrió a su espalda,
emocionado. Él mismo jamás hubiese soñado con un paraíso semejante. Pero ahora
que lo tenía delante y entre sus brazos, no quería volver a pensar en sus pesadillas
ni en su pasado. El futuro se abría a sus patas como un sendero luminoso y
colmado de felicidad. No pensaba desaprovecharlo.
Como si hubieran pensado lo
mismo, entonces, tanto Ginger como Rocky se giraron hacia la caseta y después
se miraron, cómplices.
–¿Los has mirado esta mañana?
–preguntó ella.
Rocky rio por lo bajo.
–Lo hago todos los días,
princesa –replicó mientras ambos se encaminaban, de común acuerdo, hacia la
entrada de lo que sería su futuro hogar común. Una vez allí, ambos se quedaron
quietos y abrazados en el umbral. Observando, con emoción contenida, los dos
pequeños huevos que ocupaban un nido en el rincón junto a la cama de paja que
Rocky y Ginger compartían.
–¿Sabes? No sé si estamos
preparados para esto –confesó Ginger con suavidad pero sin asomo de
preocupación, al tiempo que apoyaba la cabeza en su hombro–. Pero sé que lo
haremos lo mejor que sepamos.
Rocky la ciñó con más fuerza
y besó su sien con infinito amor.
–No te preocupes por eso,
muñeca –la giró para mirarla a los ojos y prometió–. Pase lo que pase, aquí
estaremos a salvo. Y ellos –señaló a sus futuros retoños– también.
Ginger lo abrazó de nuevo y
ambos se quedaron así, mirando de nuevo hacia el horizonte; hacia una nueva
vida sin miedo, sin persecución, sin barreras para su felicidad. En definitiva,
hacia un futuro mejor para todos ellos.
Porque, ¿quién podría
encontrarlos nunca en aquel alejado reducto de paz?
(Fanfic
corto basado en personajes de “Chicken Run: Evasión en la Granja [Dreamworks])
©
Paula de Vera García
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