Querido papá:
Perdona
que no te haya escrito durante este montón de días, pero hemos estado fuera, en
la playa, con el tío Gustavo y la tía Sonia, además de los primos. La verdad es
que lo he pasado muy bien, nos hemos bañado en el mar, hemos visitado varios
sitios fuera del pueblo y nos hemos divertido. También allí me he acordado de
ti. El tío Gustavo y la tía Sonia han alquilado este año un apartamento y nos
han invitado a pasar allí todo el tiempo que queramos, pero mamá dice que sólo
será posible algún fin de semana largo o algún puente por su trabajo pues, como
casi acaba de empezar a trabajar en unos grandes almacenes, no tiene
vacaciones. Bueno, no acaba de empezar, la verdad es que ya lleva unos meses,
pero da igual, tampoco podemos veranear como antes. Con los primos me río
mucho, son muy graciosos pero un poco brutos y, siendo yo la única niña,
quieren hacerme perrerías, pero no les dejo. Bruno ha cateado tres y la mayor
parte de las veces no nos acompañaba porque los tíos decían que tiene que
estudiar, por lo que casi siempre salía con Alejandro y con Jaime.
Gracias
por tu felicitación y por tu regalo. Es el primer cumpleaños que pasamos
separados y espero que sea el último, porque te echo mucho de menos.
Ahora,
en verano, mamá se va a trabajar por las mañanas y, como no quiere dejarme
sola, pues no tengo cole, me lleva a casa de una señora que me cuida, que se
llama Eduvigis (¡vaya nombre!). Allí no estoy mal porque hay otros niños y
jugamos hasta después de comer que viene mamá a buscarme. Cuando vuelvan los
tíos, que será a final de mes, me vendrán a recoger y estaré con ellos, aunque
yo le digo a mamá que ya soy mayor y puedo quedarme sola en casa, pero ella no
quiere, dice que todavía no, que soy demasiado pequeña, y yo pienso que ocho
años son ya muchos ¿verdad? Tú me entiendes.
A
ver cuando vienes, porque ya hace mucho tiempo que no te veo. Dice mamá que
estás en América, muy, muy lejos y que no puedes venir hasta dentro de no se
sabe cuándo, pero podrías hacer un esfuerzo por mí y también por mamá, porque
ella está un poco triste. Ahora menos que antes, pues al principio de marcharte
se pasaba el día llorando. Ahora ya no llora, pero yo sé que no está contenta
porque contigo se reía y ya no lo hace.
No
sé si te lo he dicho ya, pero este año me voy a cambiar de cole. Me ha dicho
mamá que estaré mejor en uno público, aunque no sé cuál es la diferencia entre
el del año pasado y el nuevo. Me da un poco de rabia porque ya tenía amigas
allí, pero mamá dice que en éste hay también niños, no sólo niñas, y que me lo
pasaré mejor y, además, no tendré que llevar uniforme.
Bueno,
querido papá, en la próxima carta te explicaré más cosas. Cuéntame qué haces y
si me echas de menos como yo a ti. No te preocupes por mamá que yo la cuido
bien. Acuérdate de mirar mi estrella por las noches. Es muy importante.
Un
beso muy, muy, muy fuerte de tu hija que te quiere:
Estrella
Firmó,
dobló la carta, la introdujo en un sobre, escribió las señas que ya se sabía de
memoria y me la entregó. Yo debía franquearla al día siguiente y echarla al
buzón.
―No
la leas, mamá ―dice.
―Eres
un poco desconfiada, Estrella ―respondo―. No se debe leer la correspondencia
ajena, aunque sea de tus propios hijos. ¿No es eso lo que te he enseñado?
Me
mira con su carita dulce que me recuerda a un melocotón recién cortado del
árbol. Tiene los mismos ojos oscuros, casi negros, de su padre, como dos pozos
insondables.
Ya
no me pregunta cuándo va a volver Roberto de América, ni cuándo vamos a ir
nosotras a verlo, ni por qué se ha marchado, ni qué hace tan lejos. Ya no me
hace preguntas. Se contenta con las cartas que envía y recibe cada quincena, o
cada mes. Sabe que no debe escribir más a menudo porque su papá está trabajando
mucho para que nosotras podamos vivir bien.
Roberto.
Su nombre se me atraganta en la boca. Todavía me produce una suerte de
sensación entre el desasosiego y la ternura. No puedo evitarlo. Y no sé si
podré evitarlo algún día.
Me
guardo la carta en el bolso.
―Mañana
la mandaré junto con la correspondencia de la empresa ―le indico a mi hija. Y
ella queda convencida.
Nos
sentamos a cenar en la mesa del comedor. Estrella me habla de lo que podíamos
hacer el fin de semana, ir a ver una película, o salir de compras, o pasear por
el parque, o ir a casa de sus otros primos, los que han vuelto de vacaciones.
Aparentemente ya se ha olvidado del club de golf, y de sus clases de tenis que
tuvo que abandonar, y de sus amigas ricas que dejaron de llamarla. Tras la
cena, recojo los platos, dejo todo en la cocina, vemos un poco la televisión y,
antes de las diez y media, tal y como la he enseñado, se levanta, me da un beso
de buenas noches y se dirige a su dormitorio. Me alegro de que sea una niña
obediente, aunque yo sé que tiene carácter. Me pongo a planchar mientras veo un
programa de escaso interés, pues prefiero cualquier concurso absurdo o
cualquier película mediocre, por muy malos que sean, antes que la madeja
inagotable de mis pensamientos. También tuve que despedir a Maruja, la
asistenta, y soy yo quien se encarga de todas las labores domésticas. Cuesta
mucho cambiar de modo de vida, especialmente cuando es a peor. Al finalizar la
plancha, recojo la ropa y me voy a la cama.
El
día amanece bañado en resplandores. Mis ojos recorren la habitación dando
saltos por las paredes. A las siete menos cuarto de la mañana, como todos los
días desde hace algo menos de un año, salto de la cama, me ducho, me arreglo,
llamo a Estrella y preparo el desayuno.
Las
dos juntas cogemos el autobús. Prefiero moverme en transporte público y
utilizar el coche únicamente en ocasiones especiales, pues el precio de la
gasolina es otro problema añadido. Dejo a Estrella en casa de Eduvigis, prima
de mi cuñado Gustavo, una mujer muy agradable, quien la cuida hasta las cinco,
hora en que voy a buscarla. Tiene una casita con jardín y mi hija puede jugar
con otros niños.
Son
las siete y media pasadas cuando llego a la oficina. Mi hermana Amparo me
consiguió un puesto de oficial administrativo en los grandes almacenes donde
trabaja su marido desempeñando el cargo de director de recursos humanos. Fue
una verdadera suerte. Pese a haberme mantenido al día con las nuevas
tecnologías, tuve que reciclarme, y aún sigo haciéndolo pues la juventud empuja
fuerte. Y no es que no sea joven, acabo de cumplir treinta y seis, pero la vida
me ha arrollado de una manera inconcebible. Cuando me casé con Roberto era una
niña de dieciocho años. Tuve dos abortos antes de que naciera Estrella.
Me
agrada encontrarme a solas en la oficina. Ni siquiera se me ocurre pensar que
los objetos que me rodean parecen espectros. El silencio me acaricia. Son
veinte minutos maravillosos hasta las ocho de la mañana en que empiezan a
llegar mis compañeros.
Me
acoplo en mi puesto de trabajo, abro el bolso y saco la carta que Estrella ha
enviado a su padre. Una más. La leo y sonrío. Se me escapa una lágrima cuando
llego al párrafo que reza: “…al principio
de marcharte se pasaba el día llorando. Ahora ya no llora, pero yo sé que no
está contenta porque contigo se reía y ya no lo hace”. Estrella es una niña muy perceptiva.
Enciendo
el ordenador, entro en un archivo llamado CARTAS DE ROBERTO A ESTRELLA y
empiezo a escribir.
Mi querida hijita Estrella:
Cada
vez me cuesta más hacerlo. Cada vez es más difícil mantenerme firme, aunque sé
que no me queda otro remedio.
He recibido tu carta que,
como siempre, me ha encantado. Me gusta que hayas estado en la playa con los
tíos y los primos, y que te lo hayas pasado tan bien. Es bueno ir a la playa al
menos una vez al año para recibir los rayos del sol y el salitre del mar.
Estrella
es una niña muy perceptiva, no hay duda, y, aunque sólo tiene ocho años, pronto
empezará a percatarse de las extrañas cuestiones que rodean su vida.
Yo también te echo mucho de
menos, pero no sé cuándo podré ir a visitaros.
O
tal vez llegue a enterarse de la lúgubre historia que rodea a sus padres a
través de algún bienintencionado conocido de esos que pasean su miseria por el
mundo desvelando secretos bien guardados. ¿Quién sabe lo que sucederá más
adelante?
El trabajo me mantiene aquí,
alejado de vosotras hasta no sé cuándo, tal vez dos o tres años, tal vez más,
no lo puedo saber. Pero, a pesar de todo, a pesar de lo que me retiene aquí,
siempre pienso en ti y en tu madre, siempre estáis en mi corazón.
Al
principio, cuando Roberto desapareció y tuve que improvisar diciendo a Estrella
que su padre había sido destinado a América, pensé que el olvido se iría
aposentando poco a poco en el corazón de una niña tan pequeña, pero no fue así,
en absoluto, en lo concerniente a su padre.
Quiero que sigas cuidando de
tu mamá, como me dices que haces, y que no la dejes llorar porque yo estoy aquí
y, aunque lejos, es como si estuviera con vosotras, al menos con el
pensamiento.
No
sé hasta cuándo podré mantener tan burda farsa pero prefiero esto antes que
confesarle la verdad, antes de que sepa que su padre es un sinvergüenza que nos
abandonó hace un año sin una palabra de adiós o de despedida, que me encontré
con las manos vacías, que poco después supe por su abogado los detalles de su
salvaje comportamiento, que su adiós era definitivo y que recibiría
puntualmente todos los meses una pequeña pensión para los gastos de Estrella,
que Gustavo, mi encantador cuñado, quien contrató a un detective para averiguar
lo que todo el mundo callaba, me informó de que mi marido me había dejado por
una mujer veintidós años más joven que él, que tuve que cambiar de casa, que
tuve que empezar a trabajar, que tuve que olvidar todo aquello que me había
rodeado, que tuve que privarme de lo que había poseído. Y no me lamento por mí
―yo puedo salir adelante con más o menos facilidad― sino por ella. Por nuestra
hija.
No
me habías dicho nada acerca de tu cambio de cole. Estoy seguro de que el nuevo
será mejor que el otro, y de que volverás a tener muchos amigos porque tú eres
una niña muy alegre y muy simpática, y todo el mundo te quiere mucho. Como yo.
Nada
le importó su hija, que lo adoraba y lo adora. Nada le importó su vida. Nada le
importó su familia, sus amistades, su trabajo. Nada le importó nada. Se fue.
Desapareció como una bruma siniestra. Y yo me quedé hundida en una zanja de
ahogo. En aquel entonces, me costaba incluso respirar.
La
verdad es que, con ocho años, ya eres bastante mayor, en eso te doy la razón,
pero no del todo. Todavía tienes muchas cosas que aprender, para eso vas al
cole, y además debes obedecer a todo lo que te diga mamá, y hacerle caso
siempre.
Los primeros meses fueron terroríficos.
Por un lado, las explicaciones iniciales y el disimulo ante Estrella. Por otro,
mi familia, que me ayudó y me arropó entre sus brazos. Yo me sentía demasiado
débil. Fue una suerte el hecho de que Roberto no tenga padres y que su única
hermana viva en Australia. Esa ausencia de seres queridos por parte de mi
marido me ahorró muchos disgustos.
Con
respecto a mi vida en estas tierras, poco más te puedo contar de lo que ya te
he explicado en otras cartas anteriores. Mucho trabajo, muchas horas de oficina
y muchos problemas.
Transcurridos
dos semanas, o dos meses, o tal vez menos, quién sabe, no recuerdo bien cuánto
porque el tiempo se estira y se encoge en función de una serie de
circunstancias, una mañana de domingo Estrella se acercó a la cocina con un
sobre en la mano y me lo entregó diciendo que la tarde del día anterior se
había dedicado a escribir una carta a su padre. Quiso saber cuál era su
dirección en América. Me pilló totalmente desprevenida. Abrí mi bolso, saqué un
papel, hice que leía y me acordé de un melancólico tango. La calle donde vive
tu padre ahora es Corrientes, 348, segundo piso, Buenos Aires, Argentina, dije.
Ella escribió el sobre y me pidió que echara la carta al correo.
Pero,
a pesar de los problemas y del trabajo, puedo asegurarte, como he hecho otras
veces, que todo esto es muy bonito. Me gustaría que lo vieses. Porque las cosas
son muy grandes, mucho más grandes de lo que te podrías imaginar, las montañas,
los valles, los lagos, las distancias, y hay paisajes preciosos, y ríos
inmensos, y tengo el mar cerca. Lo único que me falta sois vosotras.
Así
empezó la farsa. Y así continuará. No sé hasta cuándo. Algún día tendrá que
saberlo.
Me
da mucho miedo seguir por este camino, pero no puedo causar un disgusto a mi
hija. Me siento incapaz. Prefiero que piense que su padre la sigue adorando y,
tal vez, algún día, le diré… no sé. Lo cierto es que no lo sé. Quizás, en un
futuro, Roberto quiera verla de nuevo y pueda indicarle que siga la farsa. O,
si no vuelve a aparecer, le diré que ha muerto. O buscaré otra solución.
Por supuesto que me acuerdo
de mirar tu estrella todas las noches. En ella te veo, y en ella va mi
pensamiento y todo mi amor para ti.
Mi
hija siempre dice que su nombre viene de una estrella situada allá arriba, a la
derecha, un poco lejos, que es la suya, y continúa el juego en sus cartas, y
también conmigo.
No
habla mucho de su padre. Cada vez menos, pero sus misivas, tan tiernas, me
indican que no deja de pensar en él. Tengo todas guardadas ―una veintena
aproximadamente― en uno de los cajones de mi mesa.
Cariño, tengo que seguir
trabajando. Espero que sigas portándote bien y que cuides a mamá. Te escribiré
de nuevo en cuanto pueda.
Oigo
ruidos. Ya deben ser las ocho y de un momento a otro aparecerán mis compañeros.
Voy a imprimir la carta, que guardaré en mi cajón, como hago siempre. La semana
próxima la enviaré para que Estrella la reciba un par de días después. Me gusta
contemplar la alegría de sus ojos y el temblor de sus labios cuando abro el
buzón y allí está, la misiva de su padre que vive y trabaja en América, que no
puede venir a visitarla pero que la adora y no la ha olvidado.
Te quiere mucho:
Papá
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