A Marga Cancela
Cuando desapareció su esposo, Rosa tenía
cuatro hijos. Un fuerte temporal se llevó la barquita en la que iba de
marinero. Aún hoy lo llora y no sabe muy bien por qué.
—¡Era tan buen mozo!, pero he de
reconocer que no me trató bien —pensaba pasándose la mano por la frente,
como queriendo ahuyentar sus negros pensamientos, apoyada en el
mostrador del colmado abierto en el zaguán de su casa.
Ahora estaba muerto y era mejor
olvidarse de sus otras mujeres. —No puedo, suspira.— La primera en
amargarle la vida fue su suegra. Una mujer de las de mete mete. Cada vez
que se compraba un trozo de tela para hacerse un vestido, la escuchaba:
“Tú gastando y mi hijo dejándose la vida entre las olas.” Ahora que lo
pensaba, ¿sería meiga la vieja? En fin, qué le importaba ya. Era ella la
que tenía que sacar a sus hijos adelante sin saber cómo. El colmado
apenas le daba para comer. Echó un vistazo al reloj. Era ya tarde. Salió
de detrás del mostrador y cerró las puertas.
Se fue a arreglar preocupada. El domingo
a la salida de la iglesia, don José se le acercó. Después de un leve
galanteo, le dijo que el martes la iba a visitar al anochecer, pero con
mucha discreción. Ella se imagina para lo que es. Le gustaban las
mujeres, o al menos de eso hablaban los vecinos, y era lo
suficientemente lista como para saber a lo que iba. Aunque no le gusta
la idea de ser la querida de nadie, bastante sufrimiento tuvo con las de
su marido, necesitaba el dinero. ¡Ay, Dioni, con lo que yo te quise
siempre! Era tan guapo, tan apuesto, que ninguna mujer se le resistía.
Cada vez que la veía llorar, su madre le decía que no se quejara, que
mucha era su suerte, porque ella era la legítima, la de la Iglesia. ¡Qué
buena y sacrificada ha sido siempre su madre! Cuando el domingo después
de comer le cuenta que don José le pidió visitarla, la anima. “Dile que
sí. Estás sola. Qué daño haces. Ni siquiera a su mujer, que ya ni se
entera de nada.” Y el martes su madre se fue a recoger a los niños a la
escuela para llevarlos a su casa a cenar y dormir.
—Si puede ser, al menos de momento, que los niños no vean al viejo— le había dicho sonriente.
Se puso el vestido con flores rojas, el
que tanto le gustaba al Dioni, a ver si la ayudaba un poquito, y luego
de soltarse la coleta, se cepilló la melena.
Cuando don José entra en su casa por la
puerta de atrás, la que da al gallinero, le acaricia la cara. Rosa,
dijo, cada día que pasa estás más buena. Sin soltar el puro, la abraza
por la cintura y restriega su barrigudo cuerpo al suyo.
—Pase, pase. Que le tengo una copita preparada en el comedor —lo separa zalamera.
—No me ofrezcas copitas que hoy tengo que estar claro.
Entraron en el comedor y Rosa se sienta
enfrente, al otro lado de la mesa. Él acerca su silla hasta pegarla a la
suya. Las gruesas piernas abiertas. La bragueta abultada. Los ojos
vidriosos. Le levanta la falda y coloca una mano sobre la rodilla.
—Rosa, Rosa —murmura dándole palmadas en el desnudo muslo—. Vamos a dejarlo, que me pierdes.
Vuelve a sentarse enfrente y,
suspirando, con los dedos cortos, orondos, de uñas amarillentas, sacude
el cigarro en el cenicero. Aquel redondo y grueso cigarro, la estremece.
—Desde la noche en que el mar se llevó
al Gaviota, no he dejado de pensar en ti. ¿Te acuerdas de la terrible
galerna? —la vio bajar la cabeza. Sus ojos la acarician—. Cómo no ibas a
hacerlo si con él se fue tu Dioni. Y mira que era marinero el barquito.
Qué lástima de hombres —con la vista fija en ella, frunce las cejas.
Suspira y le da una calada al cigarro—. Pues vamos a lo que he venido.
Tú Rosa, te has quedado muy mal de dinero, que ya me lo dijo tu madre. Y
como en tu casa con eso del colmado hay un trasegar de gente, a nadie
le puede extrañar que entre yo, o algún otro. ¿Verdad? —¡Anda que ahora
mi madre ahora se mete a alcahueta!— ¿Qué te parecería recibir a tres o
cuatro de nosotros algunas noches?
La mujer da un salto en su asiento. Se retuerce las manos nerviosa.
—Don José, yo… Tenga en cuenta que solo lo hice con un hombre y era mi marido.
Las lágrimas aparecieron en sus mejillas
al tiempo que una sonora carcajada retumba entre los muros de la
casita. El hombre saca un pañuelo y se suena ruidosamente.
—¿En qué estás pensando, mujer? Con el
Gaviota, Rosa, además de tu marido, también se nos fue el Santi, el de
la taberna. Y la Encarna, su madre, que ya anda mayor la pobre, como
bien sabes, la cerró. Bueno, pues, al cerrarla, nos ha dejado sin casino. Si
nos prestas tu comedor y guardas el secreto, te daríamos el diez por
ciento del dinero que se mueva. Tan solo vendremos dos o tres tardes a
la semana.
© Malena Teigeiro
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