viernes, 11 de enero de 2019

Socorro González-Sepúlveda Romeral: Mi mundo al revés


                                                      



Tenía que empinarme para ver mi cara reflejada en el espejo. Yo era muy pequeña y el espejo, que estaba incrustado en la pared encalada del patio, también. Me gustaba ver las cosas reflejadas, me parecían más hermosas, además, veía su otro lado, aquel que quedaba oculto para mí. Por eso, como un juego, me subía en una silla para verme entera, aunque por partes, o ver, a medias, las cosas de mi entorno e imaginarme el resto.
El patio era mi universo, en él pasaba muchas horas mirando las ilustraciones de un libro, porque aún no sabía leer. Junto con los gatos, tendidos al sol, los dos perros grandes y viejos. La pareja de palomas que bajaban a comer al patio, desde su nido en lo alto del pajar.  Una perdiz enjaulada. Un viejo peral, un granado y un limonero. El lilo llenaba el patio de insectos y olores. Los arriates rebosaban geranios y la hiedra, siempre verde, cubría la mayor parte de las paredes.  
Una vez al año, el lugar se transformaba. Ocurría la víspera de las fiestas, cuando para encalar las habitaciones, sacaban todos los muebles al patio: somieres y colchones enrollados, mesas boca abajo, sillas apiladas junto a los arriates. Cuadros vueltos cara a la pared, los cajones de las cómodas mostrando impúdicamente su contenido. La vajilla buena, descabalada, se extendía sobre una manta al lado de las mesillas de noche, cada una de ellas, con su santo y su libro de oraciones.
Pero lo que transformó mi pequeño universo fue el espejo grande del armario de dos lunas, que las atareadas mujeres, tapadas hasta las cejas para no mancharse de cal, dejaron con mucho esfuerzo, en una esquina del patio. En él se reflejaba todo, pero… al revés.
 Vi a los gatos ronroneando, platicando con un par de ratoncitos, que habían salido de su agujero sin temor. La perdiz había dejado su jaula y contaba a las palomas, que zureaban sin parar, como era su vida en el campo. Los dos perros se habían sentado en las sillas y hojeaban mi libro de ilustraciones. Mi padre leía en voz alta «La perfecta casada». La vajilla buena estaba colocada debajo de la mesa con los cubiertos de alpaca, copas, servilletas y un ramo de lilas en el centro. El peral daba peras al vino, el limonero zumo de manzana y se abrieron las granadas, como labios dispuestos al beso, para enseñar sus granos rojos. Los geranios, que habían sido invitados, se colocaron alrededor de la mesa.  ¡Todo listo para cenar! Gritó alguien.  Y desperté.



© Socorro González-Sepúlveda
                                       





No hay comentarios:

Publicar un comentario