Tenía que empinarme para ver mi cara reflejada en el
espejo. Yo era muy pequeña y el espejo, que estaba incrustado en la pared
encalada del patio, también. Me gustaba ver las cosas reflejadas, me parecían
más hermosas, además, veía su otro lado, aquel que quedaba oculto para mí. Por
eso, como un juego, me subía en una silla para verme entera, aunque por partes,
o ver, a medias, las cosas de mi entorno e imaginarme el resto.
El patio era mi universo, en él pasaba muchas horas
mirando las ilustraciones de un libro, porque aún no sabía leer. Junto con los
gatos, tendidos al sol, los dos perros grandes y viejos. La pareja de palomas
que bajaban a comer al patio, desde su nido en lo alto del pajar. Una perdiz enjaulada. Un viejo peral, un
granado y un limonero. El lilo llenaba el patio de insectos y olores. Los arriates
rebosaban geranios y la hiedra, siempre verde, cubría la mayor parte de las
paredes.
Una vez al año, el lugar se transformaba. Ocurría la
víspera de las fiestas, cuando para encalar las habitaciones, sacaban todos los
muebles al patio: somieres y colchones enrollados, mesas boca abajo, sillas apiladas
junto a los arriates. Cuadros vueltos cara a la pared, los cajones de las
cómodas mostrando impúdicamente su contenido. La vajilla buena, descabalada, se
extendía sobre una manta al lado de las mesillas de noche, cada una de ellas,
con su santo y su libro de oraciones.
Pero lo que transformó mi pequeño universo fue el espejo
grande del armario de dos lunas, que las atareadas mujeres, tapadas hasta las
cejas para no mancharse de cal, dejaron con mucho esfuerzo, en una esquina del
patio. En él se reflejaba todo, pero… al revés.
Vi a los gatos
ronroneando, platicando con un par de ratoncitos, que habían salido de su
agujero sin temor. La perdiz había dejado su jaula y contaba a las palomas, que
zureaban sin parar, como era su vida en el campo. Los dos perros se habían
sentado en las sillas y hojeaban mi libro de ilustraciones. Mi padre leía en
voz alta «La perfecta casada». La vajilla buena estaba colocada debajo de la
mesa con los cubiertos de alpaca, copas, servilletas y un ramo de lilas en el
centro. El peral daba peras al vino, el limonero zumo de manzana y se abrieron
las granadas, como labios dispuestos al beso, para enseñar sus granos rojos. Los
geranios, que habían sido invitados, se colocaron alrededor de la mesa. ¡Todo listo para cenar! Gritó alguien. Y desperté.
© Socorro González-Sepúlveda
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