Con sumo cuidado Daisy ingresa en la
biblioteca, esta mañana tiene que quitar el polvo de los libros. ¡Hay
tantos y están tan bien cuidados! Es un día soleado y la luz entra por
las ventanas, se detiene en los cojines, avanza por los tapices e
ilumina las plantas.
La joven se desliza por la alfombra
como si no la pisara, con la respiración contenida. El señor ama esa
estancia, es donde pasa la mayor parte del tiempo, lee, escribe o
dormita en el sofá con algún texto entre las manos. Ella estira el
mantel que hay sobre la mesa, con cuidado de dejar los volúmenes tal
como estaban, el tintero, las flores. Pasea su mirada por los cuadros y
se detiene ante uno en el que se ve a un hombre maduro junto a un niño,
le parece que el pequeño la mira con sorna.
Las voces que vienen del
pasillo le recuerdan para qué ha entrado y se dirige a una de las
estanterías para empezar su tarea. Un libro le llama la atención, está
descolocado y eso la abruma, al señor no le gustaría. No puede
contenerse y lo coge.
En la primera página ve el dibujo de un
joven sentado junto a un río con unos pantalones a cuadros, chaqueta
raída y está descalzo. Lleva en la mano algo que parece una rama o
quizás una caña de pescar. La mira con la misma sonrisa sarcástica que
el del cuadro. De pie, junto al ventanal que da al jardín, empieza a
leer. De pronto, las letras parecen moverse, estirarse, como abriendo
pasillos entre ellas. Se detiene ante una palabra, en realidad un
nombre: Tom. Espanta una mosca que se ha posado en esa palabra de tres
letras, exactamente en la mitad. No sabe si por el efecto de un rayo de
sol que atraviesa el cristal o si es por las pocas horas de sueño que le
ha dispensado la noche anterior, pero Daisy ve que esa “o” se agranda,
se extiende a lo ancho y alto de la página y la cubre por completo. El
agujero se amplifica hasta llegar al sillón, a la cristalera… Ella lo
atraviesa y de pronto está a orillas de un río, junto a un árbol donde
ve a un niño pescando.
—¿Tom?
Al no obtener respuesta, la joven
empieza a caminar a lo largo de la ribera. Hace calor y una nube de
insectos revolotea entre las ramas de los árboles; un arroyo se encamina
hacia el interior y Daisy lo sigue. Termina en una charca profunda y,
descalza, sumerge los pies. Es refrescante. Recostada a la sombra, se
queda dormida. La despierta una sapillo sobre su empeine y venciendo el
asco que le produce el animal, se desviste y se mete en el agua. Su
cuerpo reacciona al contacto con el frío. De pronto, una corriente la
arrastra hacia el centro y luego hacia abajo. Daisy no sabe nadar. Una
masa oscura la cubre. Es el final, morir aquí, en un lugar desconocido,
sin despedirme de nadie. Miedo. Silencio.
El libro se le cae de las manos, la
biblioteca sigue tan luminosa como cuando entró esta mañana. Se toca el
vestido, está seco, como su pelo y sus pies. ¿Tuve un sueño? Termina
rápido sus tareas y cuando cierra la puerta de la casa para dirigirse a
la suya, ve un niño sentado en los escalones de la entrada. Viste un
pantalón a cuadros, una chaqueta raída y está descalzo. En la mano una
rama o una caña de pescar. Levanta los ojos hacia la joven.
—¿Daisy?
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