La casa en la que nuestra abuela Olivia
vivía, acompañada por una absurda y antipática ama, estaba en el campo.
La heredó de sus padres, que a su vez lo habían hecho de sus abuelos y
éstos de los suyos. Era grande, de madera marrón con muchas ventanas,
tan cálida y acogedora, que el que entraba en ella no deseaba irse
nunca. Estaba llena de habitaciones, salones y recovecos por los que nos
permitía jugar al escondite, pero lo que más nos gustaba a todos sus
nietos era que nos invitara a merendar. Nos recibía siempre en la
biblioteca, tumbada en una otomana sobre almohadas y cojines iluminados
con estampas de extraños paisajes, al lado de un balcón con tantas
plantas, que más que una galería parecía un invernadero.
Decían que entre aquellas paredes
sucedieron, antes y ahora, hechos extraños. Sin embargo, al verla tan
pequeñita, como si fuera una antigua muñeca de porcelana, con su dulce
rostro redondo del color del pan, nadie podría pensar que la anciana
abuela Olivia fuera partícipe en ellos.
Ya éramos mayores, aunque no mucho,
cuando unas Navidades la abuela invitó a toda la familia a cenar. Los
niños llegamos temprano y después de jugar por la casa, nos dispusimos a
tomar la merienda en la luminosa habitación llena de libros. Detrás de
nosotros, arrastrando un carrito con los bollos y el chocolate, entró el
ama Brígida, una mujer regordeta como la abuela, todavía más bajita,
pero con la piel amarillenta, nariz afilada y un pequeño moño gris
cubierto por una blanquísima cofia. Acercó el carrito a la ventana llena
de plantas, se volvió y dijo:
—Señora, ya han venido.
Mis primos y yo nos miramos con esa
sonrisa tonta y cómplice de los pequeños. ¿Es que no nos veía? Con sus
elegantes dedos, frunciendo las cejas, la abuela le indicó que se
marchara. ¿Quién ha venido? Le pregunté a Brígida cuando pasaba por
delante de mí. La curiosidad no es buena, me espetó mirándome con sus
ojos saltones.
—Brígida —apuntilló la abuela después de
beber un sorbo de chocolate—, los que vienen no siempre son buena
compañía, y, además, ya sabe, sus padres me tienen prohibido que los
juntemos.
¿Pero quién viene? ¿Dónde están?
Queremos conocerlos, gritábamos muertos de curiosidad y risa. Y ante
nuestras protestas, el ama se dio la vuelta y atravesando la biblioteca
se sentó a los pies de la otomana.
—¿Se los va a presentar? —preguntó la abuela sin mirarla, calentándose los dedos con su humeante jícara de porcelana azul.
—Ellos saben muy bien quiénes son los que están aquí y a éstos —dijo señalándonos— les da lo mismo.
Continuó diciendo que no era bueno
estropearles la tarde a los otros, porque, al fin y al cabo, ellos eran
los que definitivamente moraban en la casa.
La abuela se encogió de hombros y
Brígida se levantó, nos miró de soslayo y acercándose a las ventanas,
corrió los pesados cortinajes de terciopelo verde, casi negro. La
biblioteca se quedó con la sola luz de la lámpara del techo, cuyas
candelas comenzaron a titilar hasta que casi se apagaron. En aquella
penumbra en la que apenas nos veíamos, despacio, mis primos y yo nos
fuimos acercando hasta formar una piña. El ama volvió a sentarse en el
mismo sitio.
Nos encontrábamos a la espera, en el más
absoluto de los silencios, cuando comenzamos a escuchar un quejido que
salía de la boca abierta, oscura como un pozo, de Brígida, que agitaba
la cabeza con fuertes movimientos. La abuela Olivia, con la más inocente
de las expresiones, daba besos al aire moviendo las manos, blancas,
cálidas, como alas de paloma, acariciando algo que solo ella lograba
ver. La habitación se inundó de risas, de imperceptibles voces y del
frufrú de sedas. Una corriente de aire helado, quizá producido por los
movimientos de aquellos que no veíamos, nos hizo temblar. Más
temblábamos aún, cuando los libros comenzaron a salir de los estantes, y
llevados por invisibles dedos, se desplazaban por la habitación. Como
si estuviera sostenido por alguien, uno de ellos se colocó sobre la
butaquita tapizada en capitoné. Los otros se quedaron quietos, parecían
descansar sobre ausentes regazos aposentados por el suelo. Y ese
alguien, una vez acomodado, emitió un leve carraspeo. Después, la voz
dulce, amistosa, de un invisible joven, comenzó a leer en alto las
páginas del libro que sostenía entre las etéreas manos.
Aterrados y sudorosos, pegados unos a
otros, mis primos y yo escuchamos el relato de aquella voz que
desgranaba las vicisitudes de un indio, cuyo triste final fue la muerte
en una cueva, abrazando su tesoro, un cofre lleno de joyas.
Cuando los invisibles dedos pasaron la
última hoja, escuchamos el ruido de las tapas de cartón al cerrarse.
Lentamente, los libros en el más profundo de los silencios, volvieron a
flotar a través de la biblioteca para colocarse cada uno en su sitio.
Y como si nada hubiera ocurrido, Brígida
se levantó y abrió las cortinas. Nos miró con los turbios ojos
entrecerrados y torció el gesto en algo que parecía una sonrisa.
Volviéndose hacia la abuela dijo que iba a encender las luces del
jardín, señora. Se estaba haciendo tarde y en cualquier momento vendrían
nuestros padres a celebrar la Nochebuena.
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