jueves, 13 de junio de 2019

Malena Teigeiro: La biblioteca de la abuela Olivia





La casa en la que nuestra abuela Olivia vivía, acompañada por una absurda y antipática ama, estaba en el campo. La heredó de sus padres, que a su vez lo habían hecho de sus abuelos y éstos de los suyos. Era grande, de madera marrón con muchas ventanas, tan cálida y acogedora, que el que entraba en ella no deseaba irse nunca. Estaba llena de habitaciones, salones y recovecos por los que nos permitía jugar al escondite, pero lo que más nos gustaba a todos sus nietos era que nos invitara a merendar. Nos recibía siempre en la biblioteca, tumbada en una otomana sobre almohadas y cojines iluminados con estampas de extraños paisajes, al lado de un balcón con tantas plantas, que más que una galería parecía un invernadero.

Decían que entre aquellas paredes sucedieron, antes y ahora, hechos extraños. Sin embargo, al verla tan pequeñita, como si fuera una antigua muñeca de porcelana, con su dulce rostro redondo del color del pan, nadie podría pensar que la anciana abuela Olivia fuera partícipe en ellos.

Ya éramos mayores, aunque no mucho, cuando unas Navidades la abuela invitó a toda la familia a cenar. Los niños llegamos temprano y después de jugar por la casa, nos dispusimos a tomar la merienda en la luminosa habitación llena de libros. Detrás de nosotros, arrastrando un carrito con los bollos y el chocolate, entró el ama Brígida, una mujer regordeta como la abuela, todavía más bajita, pero con la piel amarillenta, nariz afilada y un pequeño moño gris cubierto por una blanquísima cofia. Acercó el carrito a la ventana llena de plantas, se volvió y dijo:

—Señora, ya han venido.

Mis primos y yo nos miramos con esa sonrisa tonta y cómplice de los pequeños. ¿Es que no nos veía? Con sus elegantes dedos, frunciendo las cejas, la abuela le indicó que se marchara. ¿Quién ha venido? Le pregunté a Brígida cuando pasaba por delante de mí. La curiosidad no es buena, me espetó mirándome con sus ojos saltones.

—Brígida —apuntilló la abuela después de beber un sorbo de chocolate—, los que vienen no siempre son buena compañía, y, además, ya sabe, sus padres me tienen prohibido que los juntemos.

¿Pero quién viene? ¿Dónde están? Queremos conocerlos, gritábamos muertos de curiosidad y risa. Y ante nuestras protestas, el ama se dio la vuelta y atravesando la biblioteca se sentó a los pies de la otomana.

—¿Se los va a presentar? —preguntó la abuela sin mirarla, calentándose los dedos con su humeante jícara de porcelana azul.

—Ellos saben muy bien quiénes son los que están aquí y a éstos —dijo señalándonos— les da lo mismo.

Continuó diciendo que no era bueno estropearles la tarde a los otros, porque, al fin y al cabo, ellos eran los que definitivamente moraban en la casa.

La abuela se encogió de hombros y Brígida se levantó, nos miró de soslayo y acercándose a las ventanas, corrió los pesados cortinajes de terciopelo verde, casi negro. La biblioteca se quedó con la sola luz de la lámpara del techo, cuyas candelas comenzaron a titilar hasta que casi se apagaron. En aquella penumbra en la que apenas nos veíamos, despacio, mis primos y yo nos fuimos acercando hasta formar una piña. El ama volvió a sentarse en el mismo sitio.

Nos encontrábamos a la espera, en el más absoluto de los silencios, cuando comenzamos a escuchar un quejido que salía de la boca abierta, oscura como un pozo, de Brígida, que agitaba la cabeza con fuertes movimientos. La abuela Olivia, con la más inocente de las expresiones, daba besos al aire moviendo las manos, blancas, cálidas, como alas de paloma, acariciando algo que solo ella lograba ver. La habitación se inundó de risas, de imperceptibles voces y del frufrú de sedas. Una corriente de aire helado, quizá producido por los movimientos de aquellos que no veíamos, nos hizo temblar. Más temblábamos aún, cuando los libros comenzaron a salir de los estantes, y llevados por invisibles dedos, se desplazaban por la habitación. Como si estuviera sostenido por alguien, uno de ellos se colocó sobre la butaquita tapizada en capitoné. Los otros se quedaron quietos, parecían descansar sobre ausentes regazos aposentados por el suelo. Y ese alguien, una vez acomodado, emitió un leve carraspeo. Después, la voz dulce, amistosa, de un invisible joven, comenzó a leer en alto las páginas del libro que sostenía entre las etéreas manos.
Aterrados y sudorosos, pegados unos a otros, mis primos y yo escuchamos el relato de aquella voz que desgranaba las vicisitudes de un indio, cuyo triste final fue la muerte en una cueva, abrazando su tesoro, un cofre lleno de joyas.

Cuando los invisibles dedos pasaron la última hoja, escuchamos el ruido de las tapas de cartón al cerrarse. Lentamente, los libros en el más profundo de los silencios, volvieron a flotar a través de la biblioteca para colocarse cada uno en su sitio.

Y como si nada hubiera ocurrido, Brígida se levantó y abrió las cortinas. Nos miró con los turbios ojos entrecerrados y torció el gesto en algo que parecía una sonrisa. Volviéndose hacia la abuela dijo que iba a encender las luces del jardín, señora. Se estaba haciendo tarde y en cualquier momento vendrían nuestros padres a celebrar la Nochebuena.



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