Aún no ha llegado el calor sofocante del verano, pero ya
los campos están amarillos, pian los vencejos por las mañanas y al atardecer,
como enloquecidos alrededor de la iglesia. Por las noches, algunos vecinos
sacan sus sillas a la calle para tomar el fresco.
Este mes celebramos una boda en la familia. Boda clásica,
por la Iglesia. La novia va de blanco con larga cola y velo bordado, que
arrastra por el centro del templo alfombrado y lleno de flores, también blancas.
Camina del brazo de su padre. En un rincón, un violinista y una tiple,
contratados para la ocasión, tocan y cantan… cantan y tocan la fibra sensible
de los asistentes. Se llenan de lágrimas los ojos de la abuela cuando recuerda
lo pequeña que era la novia, cuando se crio en su casa. Oficia el cura. Es un
curita joven llegado de América Latina, aquí no hay vocaciones.
A la puerta de la iglesia, junto a la escalinata, se
reúnen las mujeres del pueblo «para ver salir a la novia» dicen, pero también
para ver a la madre de la novia, las tías y a la familia del novio, que es
forastero, (de un pueblo de al lado). Mientras se celebra la boda ellas
comentan todos los detalles: el número de invitados, los vestidos, los tocados,
las ausencias, etc. ¡Es la costumbre! De la boda se hablará durante días…
En la iglesia, yo me distraigo con el olor de las flores y,
mis recuerdos me llevan a la boda del abuelo de la novia, mi hermano. No
recuerdo la fecha, yo era una niña, pero sí recuerdo el revuelo que se formó en
casa a la hora de vestirnos para la ceremonia. La llegada de mis tías, que
venían a suplir a mi madre, que ya no estaba entre nosotros. La bendición, que mi
padre emocionado, dio al novio, antes de salir de casa. Mi hermano, con su
traje oscuro, muy guapo y muy alegre, los demás bromeábamos con él. Luego, nos
fuimos a buscar a la novia que, guapísima y vestida de blanco nos esperaba en
su casa con su familia… Todos juntos fuimos hacia la iglesia, los invitados se
iban añadiendo a la comitiva, la gente salía a las puertas de la calle para ver
a los novios… La marcha nupcial me saca, bruscamente, de mis ensoñaciones y me
coloca en el momento actual. La ceremonia ha terminado.
Fuera de la iglesia nos
espera el arroz, los «vivas», los besos y las fotografías… La novia tira el
ramo, que aterriza en la cabeza de un señor gordo y casado.
Ya en el restaurante, se relajan los novios y sus padres,
al ver que todo va saliendo según lo previsto, llevan muchos días de nervios
preparándolo todo. Los invitados también nos relajamos. Los camareros
uniformados y en fila, con perfecto orden, sirven las mesas. El vino va haciendo su efecto… cada vez se
habla más fuerte y cada vez nos entendemos menos entre nosotros.
Se movilizan
las amigas y los amigos de los novios para cortar corbata, ligas y otras
prendas íntimas que ofrecen por las mesas a cambio de dinero. Los brindis, los «que
se besen, que se besen» se suceden. Los niños, cansados, comienzan a correr
entre las mesas. Los rostros cada vez están más colorados. A más de la mitad nos
aprietan los zapatos.
Cortan la tarta los novios. Después, abren el baile… Les
siguen algunos invitados. Luego, se va animando a consecuencia de la barra
libre y el conjunto musical del escenario.
Ya se despiden los novios de sus invitados y al fin
desaparecen. El mito de la noche de bodas también ha desaparecido. Los novios
hace años que viven juntos.
© Socorro
González-Sepúlveda Romeral
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