Ya había pasado más de media hora y
Alastar no llegaba. Su empeño, su desbordado afán por ese hombre parecía
reducirse a cenizas amargas, oscuras como la inefable línea de sus
cejas.
Lo había conocido muy joven cuando su
vida era una pelea entre una apremiante, aunque honrada soledad
pobretona, y un decoroso retiro de señorita de compañía de un hombre
especial, que Alastar le aseguró resolvería su vida. Con esta promesa de
riqueza y bienestar y de compartir en el futuro un amor eterno, ella
aceptó, con la voluntad perdida frente a él.
Cuando se lo propuso, la
sostenía entre sus brazos, susurrándole las condiciones del trato como
un áspero secreto. Angélica, desfallecida de deseo por ese hombre de
oscuras cejas, mirada de pedernal y tersura de estatua, que la enviaba a
otro hombre sin temblarle la voz, supo que siempre haría lo que él le
propusiera.
— Alastar, amado mío.
La acompañó hasta la casa del hombre
especial, y los dos se miraron con un tácito acuerdo sobre la asustada
cabeza de la chica, que lo vio alejarse con paso vivo, abandonándola en
la enorme y desamparada mansión. El hombre especial era un enfermo,
taciturno y malhumorado, que le dejó en herencia parte de su dinero y de
su enfermedad.
— Alastar, amado mío.
Pasó un tiempo sin verle, años en los
que vivía instalada en su modesta riqueza heredada y tratando de
disimular las pústulas, también heredadas. Una tarde en la que paseaba
por El Retiro, apareció él como salido de la tierra y poniéndole una
mano en la espalda, le murmuró el apremio que tenía de ella. Angélica se
quedó sobresaltada y sin darse la vuelta, le preguntaba por qué no
había venido antes. Él se apretó contra ella, aunque no la viera, la
llevaba en su pensamiento, le aseguró. Era su favorita, nunca podría
olvidarla. Y sentía su aliento en el cuello igual que una brisa heladora
que la paralizaba.
— Nunca, nunca —repetía él.
Y la giró con suavidad hasta tenerla de
frente. La expresión de sus ojos bajo las oscuras cejas, mostraban la
más perfecta repugnancia, mientras sonreía con una dulzura almibarada.
—Mi pobre niña. ¿Qué ha pasado con tu preciosa cara?
No pudo responder. Le ardían las
mejillas y los ojos, y se sintió una vez más perdida, sin voluntad
frente a la magnificencia, la perfección de ese hombre que la hacía
sentirse una cosa despreciable, repugnante, pero lo único que deseaba
era volver a estar con él, ser suya. Sólo fue capaz de pronunciar su
nombre.
— ¡Oh! Alastar, amado mío.
Él la llevó, como un atento y
endomingado novio, a pasear por la alameda de magnolios hasta una
alejada escultura, en la que un ángel se retorcía sobre una columna, de
la que salían unas bocas de león manando agua. Le aseguró que ese agua
era milagrosa y que se diera en la cara.
— Recuperarás tu belleza.
Y le prometió que aunque tenía que irse,
se verían en un mes en ese mismo lugar. La amaba, que no pensara nunca
que la iba a abandonar. Le llenaba de orgullo tenerla y que confiara en
él.
Al verle alejarse respiró una especial
sequedad en el aire que le inundó la boca y los pulmones. Un olor
pestilente trataba de abrirse paso en medio de la fragancia de las
plantas. Cuando Angélica fue a beber agua de las bocas de los leones,
para refrescar ese ardor que la iba poseyendo y lavarse la cara por la
promesa de la curación, no pudo, pues el agua eran chorros de sangre y
creyó oír unos lamentos cuando salpicaba en el fondo.
No volvió a la fuente más que un par de
veces. Una, por si había desaparecido la impresión de la sangre en el
agua, pero le pareció que aún era más densa y oscura y que los lamentos
eran más suplicantes y agudos. La segunda, fue la de la fecha fijada,
para volver a verse pero él no vino. En cambio, había una joven
esperando. Al mirarla tuvo un terrible sobresalto. Era una réplica de
ella con menos años; la cara tersa, perfecta, sin rastro de pústulas y
pensó que era un hechizo. La otra se echó a reír y le espetó que era una
necia si esperaba que él viniera. A la que quería era a ella y le había
encontrado un trabajo con un hombre especial que la haría rica y luego
vivirían su amor juntos.
En ese momento miró hacia arriba de la
estatua y vio que la cara del ser que se retorcía era la de su amado.
Cayó de rodillas y gritó su nombre con tal fuerza que las copas de los
árboles temblaron.
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