lunes, 29 de julio de 2019

Cristina Vázquez: Amado mío



Ya había pasado más de media hora y Alastar no llegaba. Su empeño, su desbordado afán por ese hombre parecía reducirse a cenizas amargas, oscuras como la inefable línea de sus cejas.

Lo había conocido muy joven cuando su vida era una pelea entre una apremiante, aunque honrada soledad pobretona, y un decoroso retiro de señorita de compañía de un hombre especial, que Alastar le aseguró resolvería su vida. Con esta promesa de riqueza y bienestar y de compartir en el futuro un amor eterno, ella aceptó, con la voluntad perdida frente a él. 

Cuando se lo propuso, la sostenía entre sus brazos, susurrándole las condiciones del trato como un áspero secreto. Angélica, desfallecida de deseo por ese hombre de oscuras cejas, mirada de pedernal y tersura de estatua, que la enviaba a otro hombre sin temblarle la voz, supo que siempre haría lo que él le propusiera.

— Alastar, amado mío.

 La acompañó hasta la casa del hombre especial, y los dos se miraron con un tácito acuerdo sobre la asustada cabeza de la chica, que lo vio alejarse con paso vivo, abandonándola en la enorme y desamparada mansión. El hombre especial era un enfermo, taciturno y malhumorado, que le dejó en herencia parte de su dinero y de su enfermedad.

— Alastar, amado mío.

Pasó un tiempo sin verle, años en los que vivía instalada en su modesta riqueza heredada y tratando de disimular las pústulas, también heredadas. Una tarde en la que paseaba por El Retiro, apareció él como salido de la tierra y poniéndole una mano en la espalda, le murmuró el apremio que tenía de ella. Angélica se quedó sobresaltada y sin darse la vuelta, le preguntaba por qué no había venido antes. Él se apretó contra ella, aunque no la viera, la llevaba en su pensamiento, le aseguró. Era su favorita, nunca podría olvidarla. Y sentía su aliento en el cuello igual que una brisa heladora que la paralizaba.

— Nunca, nunca —repetía él.

Y la giró con suavidad hasta tenerla de frente. La expresión de sus ojos bajo las oscuras cejas, mostraban la más perfecta repugnancia, mientras sonreía con una dulzura almibarada.

—Mi pobre niña. ¿Qué ha pasado con tu preciosa cara?

No pudo responder. Le ardían las mejillas y los ojos, y se sintió una vez más perdida, sin voluntad frente a la magnificencia, la perfección de ese hombre que la hacía sentirse una cosa despreciable, repugnante, pero lo único que deseaba era volver a estar con él, ser suya. Sólo fue capaz de pronunciar su nombre.

— ¡Oh! Alastar, amado mío.

Él la llevó, como un atento y endomingado novio, a pasear por la alameda de magnolios hasta una alejada escultura, en la que un ángel se retorcía sobre una columna, de la que salían unas bocas de león manando agua. Le aseguró que ese agua era milagrosa y que se diera en la cara.

— Recuperarás tu belleza.

Y le prometió que aunque tenía que irse, se verían en un mes en ese mismo lugar. La amaba, que no pensara nunca que la iba a abandonar. Le llenaba de orgullo tenerla y que confiara en él.

Al verle alejarse respiró una especial sequedad en el aire que le inundó la boca y los pulmones. Un olor pestilente trataba de abrirse paso en medio de la fragancia de las plantas. Cuando Angélica fue a beber agua de las bocas de los leones, para refrescar ese ardor que la iba poseyendo y lavarse la cara por la promesa de la curación, no pudo, pues el agua eran chorros de sangre y creyó oír unos lamentos cuando salpicaba en el fondo.

No volvió a la fuente más que un par de veces. Una, por si había desaparecido la impresión de la sangre en el agua, pero le pareció que aún era más densa y oscura y que los lamentos eran más suplicantes y agudos. La segunda, fue la de la fecha fijada, para volver a verse pero él no vino. En cambio, había una joven esperando. Al mirarla tuvo un terrible sobresalto. Era una réplica de ella con menos años; la cara tersa, perfecta, sin rastro de pústulas y pensó que era un hechizo. La otra se echó a reír y le espetó que era una necia si esperaba que él viniera. A la que quería era a ella y le había encontrado un trabajo con un hombre especial que la haría rica y luego vivirían su amor juntos.

En ese momento miró hacia arriba de la estatua y vio que la cara del ser que se retorcía era la de su amado. Cayó de rodillas y gritó su nombre con tal fuerza que las copas de los árboles temblaron.



No hay comentarios:

Publicar un comentario