Esto es una serpiente de barro y
miseria. Aquí estamos, querida madre, todos aquellos que vinimos a
luchar por la patria. Me dijiste que no estaba preparado. Tu insistencia
a que esperara a que me llamaran a filas, no fue escuchada por este
hijo, que pensaba que en poco tiempo seríamos capaces de vencer a los
alemanes, y me presenté voluntario. Y aquí estoy, entre miembros rotos,
gritos y ruidos de artillería que llegan del otro lado. Hoy hice un
nuevo amigo, es un británico llamado William, que ya vivió el infierno
de El Somme. Habla muy bien francés y me enseña algo de su idioma, que
pienso me servirá cuando todo esto termine. Él consigue té y yo me las
arreglo para obtener un poco de leche. Me cuenta cómo era su vida en
Inglaterra y yo le describo nuestras praderas.
Ayer llegaron provisiones, me lancé
sobre un trozo de pan que me hizo recordar el olor de tu cocina,
nuestros desayunos con mantequilla antes de que el averno se extendiera
por Europa.
Creo que me van a destinar como ayuda
del Capitán Médico, al menos estaré más a cubierto que aquí, en la
trinchera, aunque los cuartuchos donde se cura a los enfermos, cuando se
los cura, son una pestilente mezcla de sangre y sudor. Los medicamentos
no alcanzan y los hombres parecen lobos por sus aullidos de dolor.
Cuando la desazón nos apresa, repetimos las palabras de nuestro
comandante, mi tocayo, Robert Nivelle: “No pasarán” y para darnos ánimos
cantamos La Marsellesa. Por la noche, siempre hay alguien que silba
alguna canción que escuchó en los bares de París y todos la tarareamos.
París… ¡Qué lejos me parece!
No sufras por mí, madre, esto acabará y
volveré a casa. Prometo encargarme de tu huerto y ayudar a padre en la
carpintería. ¿Cómo están mis hermanos? Me escribió Marie, para contarme
que su prometido fue reclutado y que han tenido que postergar la boda.
Pero no supe nada más. ¿Sabes dónde fue destinado? Me gustaría tener a
alguien de la familia cerca… Aunque Jacques no sea todavía mi cuñado, sé
que ama a su novia y que me darán hermosos sobrinos.
Bueno, madre, tengo que dejarte porque me llaman. Acabó mi momento de descanso. A combatir.
Tu hijo que te quiere,
Robert
Verdún, 12 de marzo de 1916.
Los dobleces del papel han arrugado la
carta que Stephanie guarda en el bolsillo de su delantal. La lleva desde
que la recibió. Fue la última. La siguiente comunicación le llegó del
ministerio de la Guerra en la que le anunciaban la muerte de su hijo.
Jacques regresó, aunque con una pierna menos.
Los cascos de un caballo la sacan de sus
pensamientos, mira por la ventana y ve a un soldado al paso entre sus
coles. Es de los nuestros, piensa, y se dirige a la cocina en busca de
un pan recién horneado. Le extiende un trozo al hombre que se lo
agradece, lo huele y antes de comerlo le dice: “Me recuerda el olor a
cocina de mi madre”.
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