—No, no y no —dijo doña Adelaida, con
su atemperado avinagramiento, característico de ciertas ocasiones en que
se le objetaba alguna opinión. El rojo no le parecía bien para una
joven de la edad de su nieta, y menos para una presentación en sociedad.
Ese color, y subrayó el término, no era propio de un miembro de su
familia, ni moral ni políticamente.
Repantigada sobre el sofá situado frente
al espejo de la habitación de su hija, la anciana esperaba sin
inquietud una respuesta a su negativa, pues su paciencia era tan grande
como la seguridad en sí misma. El notable incremento de carnes que la
arrollara en la edad madura la había convertido, de una mujer fuerte y
activa, en algo vasto como un fenómeno natural, y aceptaba esta
circunstancia tan filosóficamente como todas las restantes pruebas de la
vida, incluida la mala relación con su heredera. Sin embargo, estaba
feliz con que su nieta fuera presentada, ya que abría paso a un
compromiso organizado desde hacía tiempo por la familia.
Si se había tenido en cuenta su opinión
para elegir al futuro consorte y sus argucias para convencer a su nieta,
no era éste el momento en que se dejaran de lado sus consideraciones
sobre moda.
Esther no miraba a su abuela, sus ojos
se perdían en las imágenes que se repetían en los espejos,
cuidadosamente colocados uno frente al otro, para que se pudiera
apreciar la parte delantera y trasera del vestido que llevaba puesto.
Tímida por naturaleza y bastante
desgarbada, la joven era lo opuesto a la mole de carne que no se cansaba
de susurrarle “camina derecha”, “no escondas los pechos” y ahora, que
había conseguido que su madre accediera a que se probara el traje
soñado, doña Adelaida les hacía una visita para trastocarlo todo.
Lo vio por primera vez cuando fue
con su tía a un desfile de Balenciaga, quedó extasiada ante esa modelo
tan alta y que tan bien llevaba la ropa. Los pliegues que caían a partir
de la cintura y que daban la sensación de una cascada de seda, le hizo
desear que pronto desapareciera el resto de su acné y retraimiento.
Estaban en primera fila. Privilegios de ser una clienta VIP, susurró la
hermana de su madre, y al otro lado de la pasarela encontró un par de
ojos negros que la miraban con descaro. Su nombre era Mauricio Vargas,
pariente de una conocida de alguien. Esa noche soñó con él, y las
siguientes, mientras se imaginaba en sus brazos arrastrando la cola
escarlata.
—Siento decirlo, querida, pero la
abuela tiene razón. Puedes quedarte con el vestido, pero no te lo vas a
poner para la presentación. Ya encontraremos algo más apropiado.
La modista, mientras le alcanza a Esther
un pañuelo para que se seque las lágrimas, la ayuda a desvestirse y le
presenta otro traje en un tono rosa. Todas están de acuerdo en que es el
adecuado. Todas menos ella.
La anciana murmura algo relacionado con
la palidez de su nieta y el color del traje y, una vez apurada su copa
de licor, pide ayuda para ponerse de pie y marcharse.
La ceremonia y fiesta posterior a la
presentación en sociedad fue todo un éxito, eso dijeron los invitados,
incluido el futuro prometido, tan tímido y desgarbado como la
desangelada novia. Un éxito para todos menos para Esther, que cuando
regresó a su habitación, se quitó el atuendo y se puso el vestido rojo.
Bailó con Mauricio Vargas hasta el amanecer en la soledad de su cuarto.
Su imagen, repetida en los espejos, le devolvía a una joven feliz,
sonriendo a un hombre de ojos oscuros muy diferente al que la familia le
eligiera.
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