—Señora, no se pueden tocar los
vestidos —los dedos de la celadora le golpeaban el hombro cuando
acariciaba el rojo tafetán. Ella, con los ojos brillantes, le sonreía.
Echó una mirada al reloj. Qué tarde se le había hecho contemplando aquel
maniquí. Se dio la vuelta y salió del museo. Se fue directamente a su
hotel, y sentada sobre el borde de la cama, marca el número de Berta. Le
dijo que estaba cansada y que para cenar, pediría algo en la
habitación.
—¿Estás bien abuela?
—Sí, sí. Tú diviértete y no te preocupes.
Era una joven encantadora, musitó.
Después de pedir un sándwich, se acomoda delante de la ventana, e igual
que entonces, descorre la brocada tela de las cortinas y contempla los
tejados de París.
En la merienda familiar del día de su
ochenta cumpleaños, su nieta le dijo que había leído en el periódico que
iban a celebrar el centenario de la tienda de la calle Vergara, número
2, y que como homenaje a su trabajo le hacían al señor Balenciaga una
exposición en París.
—Estarás contenta —le acariciaba la mejilla—. Si quieres te llevo. Es más, te invito.
—De acuerdo. Te tomo la palabra, pero yo
corro con los gastos del hotel. Porque no pienso ir a uno de esos a los
que vais vosotros.
Aquella noche abre la gaveta de su
cómoda y rebuscando entre sus recuerdos, encuentra el pañuelo con sus
iniciales, la rosa, ya seca, que estruja hasta hacerla polvo, luego
revuelve entre las fotografías y cartas hasta que sus dedos la
reconocen. Seguía allí, tal y como la había recibido, en su antiguo
sobre, envuelta entre las dobleces del fino pliego de papel. Con la
carta entre los dedos, recuesta la cabeza en el respaldo de su butaca y
cierra los ojos.
Lo conoció un atardecer en el que
desfilaban para un matrimonio americano, más tarde supo que se llamaban
Mr. y Mrs. Townsend. Al separar con la enguantada mano la liviana y
transparente cortina, esbelta, hierática, desciende los dos escalones
que la separaban del salón. Nada más verla aparecer envuelta en la seda
roja, él alza el cuerpo y turbado abre los ojos. Su mujer, lo contempla
de reojo y tacha el número de la tarjeta que ella sostenía entre los
dedos. ¿Por qué desconfiará de él?, recuerda que caviló entonces.
A la mañana siguiente un botones del
Hotel de Londres y de la Inglaterra, llega a la tienda con un sobre. En
su interior había un cheque firmado por Mr. Townsend, por el importe del
traje de seda rojo y una nota diciendo que a la vuelta de su viaje les
avisaría para que se lo enviaran.
No entendía por qué, le había dicho,
meses después, la encargada alzando mucho las cejas, pero tenía que
desfilar de nuevo con el traje adquirido por un cliente. Sí, el de
fiesta, el que estaba guardado en el almacén. Cuando bajaba los
escalones, lo volvió a ver. Esta vez, solo. Él, sentado en la liviana
silla dorada, con la pierna cruzada, le insinúa que se acerque. Ladeando
la cabeza, y sin dejar de mirarla, acaricia la suave tela de la falda.
El calor de la cuadrada palma de la mano en la cadera, la hizo
palidecer.
Le ordenaron que entregara el vestido en
el Hotel de Londres y de la Inglaterra, y aunque no era ése su trabajo,
acompañada por un botones que llevaba el primoroso estuche de madera
colgado del hombro, llama a la puerta de la suite.
—Pase, y espere un momento.
Después de abrir, el botones deja la
caja encima del sofá y se va cerrando la puerta. Acercándose al balcón,
ella separa el visillo. Contemplaba el mar, la hermosa playa de La
Concha cubierta de niebla cuando reconoce el calor de la mano que se
detiene sobre su hombro.
—¿Le apetece una copa? —en su rostro serio, sonreían los ojos grises.
Aquella misma tarde se marcharon juntos a
París. Pasean por parques y bulevares, almuerzan en coquetas
brasseries, y cenan casi todas las noches en Maxim´s, y con el traje de
seda rojo, lo acompaña a la ópera para ver Madame Butterfly. La anciana
entreabre los ojos y después de un profundo suspiro, se pasa la mano por
la frente, como intentando retener un sueño. Siempre supo que aquellos
habían sido los días más felices de su vida.
Volvió sola a San Sebastián y tal y como
le había prometido, recibe su pasaje. Y días después, inquieta,
anhelante, enamorada, en un lujoso buque atraviesa el mar hasta llegar a
Nueva York, en donde el secretario de Mr. Townsend la instala en un
apartamento cerca de la empresa en donde él trabajaba. Así se facilitan
mis visitas, le había dicho cuando la abrazaba por la noche. Hasta que,
una mañana, apenas sin equipaje, ella desembarca de nuevo en San
Sebastián, con su preciosa hija en brazos y el recuerdo de un juicio
interminable. Apenas unos días después de su llegada, vuelve a trabajar
en la tienda, pero esta vez como encargada.
Años más tarde, recibió una carta. Al
mirar el remite de aquel sobre amarillo, grande, de basto papel,
reconoce el nombre del entonces joven secretario, el que la había ido a
ver con un billete y los datos de la cuenta en donde le ingresarían el
dinero, el que le ordena, de parte de Mr. Townsend, que no vuelva a
verlo y que regresara con la niña a España. Cumpliendo su deseo se
embarca apenas sin equipaje, incluso deja el vestido rojo en el armario y
con la angustia en el pecho, apoyada en la baranda, vio alejarse la
ciudad entre la niebla. ¡Qué sería de él!
Dentro del sobre amarillo había uno más
pequeño y un pliego escrito a máquina. En él, le informaba del
fallecimiento de Mr. Townsend, de que su hija era la heredera, y de
todas las cuestiones legales para afectaban a la niña. Le decía también
que al recoger sus efectos personales, había encontrado la carta que le
adjuntaba, y como iba dirigida a ella, se la enviaba por si fuera de su
interés.
Con un profundo suspiro había rasgado el
pequeño sobre blanco con su nombre escrito a máquina y al desenvolver
la hoja de papel, reconoció la letra de Mr. Townsend, quizá nerviosa. Le
decía cuánto la amaba y que estaba preparando todo para poder vivir,
por fin, juntos. Se irían a un país lejano en donde serían felices sin
que nadie supiera quienes eran. Seguía hablándole del orgullo que sentía
cada vez que la tenía entre sus brazos… La fecha, era de unas semanas
antes de que lo hubieran venido a buscar. ¿Por qué nunca se la había
entregado? Recordó de pronto aquel impetuoso viaje que hizo de la noche a
la mañana. La terrible tragedia. Después de leerla una y otra vez, ya
casi estaba sin luz cuando la dobla y la vuelve a guardar. Luego observa
la fotografía que acompaña al escrito. Estaban, muy juntos, sentados en
uno de aquellos bancos de tablitas de maderas de la barca que los
llevaba por el río Hudson. Se les veía sonrientes, él con el pelo
levantado, revuelto, y ella cubierta con un pañuelo de colores sin que
se le notara el embarazo.
Nada le hacía presagiar el día que se
hicieron aquella foto lo que más tarde sucedería. Se incorpora. ¿Nada?
¿Por qué no quiso ver que estaba inquieto, a veces excitado, a veces
excesivamente fogoso? Secándose las lágrimas con la yema de los dedos,
se vuelve a recostar.
Estaban cenando cuando llamaron a la
puerta de su apartamento. Él se levantó de la mesa y después de darle un
beso, con los ojos brillantes, le ruega que no se preocupe, que todo se
arreglaría. Y se fue sin protestar con aquellos dos señores que lo
llevaron detenido. Parecía haberlos estado esperando. Ella asistió al
juicio día tras día, tratando de encontrar su mirada para darle ánimo,
pero su luz, aquella luz feliz que la había enamorado, iba hundiéndose
día a día, hasta borrarse del todo la mañana que el presidente del
jurado pronunció la palabra: «Culpable». En ese instante él, perdido, se
vuelve a mirarla y quizá buscando su tranquilidad, intenta una sonrisa.
Nunca pudo olvidar la triste mirada de
aquellos ojos dulces, llenos de amor, que todavía la despertaban por las
noches. Dobla el papel y suspira profundo. Sí al menos hubiera podido
besarlo, abrazarlo durante aquellos años.
De nuevo escucha su voz, quizá más
grave, en la sala de visitas, la única vez que le permitió visitarlo:
Solo así podía irme contigo. Fue entonces, solo entonces, cuando ella se
convenció de que él había sido el asesino de Mrs. Townsend.
Muy buen cuento. Felicidades, Malena.
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