lunes, 11 de noviembre de 2019

Socoro González-Sepúlveda Romeral: Los abuelos



Como soy la última de una familia numerosa y, mis padres me tuvieron ya mayores, no llegué a conocer a ninguno de mis abuelos. Vi sus retratos, guardados en el cajón de la cómoda junto con los libros piadosos, que a mí me gustaba particularmente remover. Como estas fotografías estaban tomadas en momentos concretos y solemnes, la idea que tengo de ellos resulta un tanto irreal.

Así, el retrato de los abuelos paternos es una fotografía de estudio, con falsas columnas y pose impostada. Los dos miran al fotógrafo intentando sonreír, pero no lo consiguen. Resultan serios y tristes. Hay otra del abuelo con sus dos primeros nietos, mi hermano mayor y una prima, aquí su cara se dulcifica y mira a sus nietos con orgullo, ellos, en cambio, parecen asustados.

El retrato de mis abuelos maternos es mucho más atractivo. Debe estar hecho por un fotógrafo ambulante, pues la familia al completo posa en el patio de la casa. Mi abuelo con cara sonriente y redonda, rodeado de sus cinco hijas, una más, de su primer matrimonio y su segunda esposa sentada junto a la máquina de coser Singer. Mi abuelo parece feliz entre las siete mujeres. Mi madre, muy pequeña, tiene un trozo de pan en la mano.

Siempre tuve envidia de mis amigas, porque hablaban de sus abuelos. Envidiaba los mimos y los dulces que recibían; también envidiaba verlos llegar a la escuela cogidos de la mano del abuelo… Así que, como yo no tenía, adopté uno. El que estaba más a mano era mi tío abuelo, que vivía enfrente de casa. No, no era cariñoso ni conmigo ni con sus nietos de verdad, en realidad, tenía muy mal genio, pero podía servir.

Alto, delgado, más viejo que joven, vestía traje oscuro en invierno y en verano y un sombrero negro de paño, que no se quitaba nada más que en la iglesia. Se le veía con frecuencia a la puerta de su casa, sentado en un viejo sillón de mimbre, que se había adaptado a la forma de su cuerpo, tomando el sol en invierno y el fresco en verano, pero siempre, fumando y leyendo novelas del Oeste. Sus ojos, pequeños e inteligentes, que no necesitaban gafas para leer, miraban socarrones y maliciosos. Yo iba a su casa con frecuencia porque mis primas me daban de merendar y me dejaban hojear revistas atrasadas de Blanco y Negro. Entonces, era muy pequeña y aun no sabía leer, cuando me regalaron mi primer cuento fui corriendo a pedir a mi tío abuelo que me lo leyera, él me miro de hito en hito.

─ ¿Qué hacen en la escuela que no te enseñan a leer?

Y, cogiendo el cuento comenzó: Érase una vez…

© Socorro González-Sepúlveda Romeral

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