Como soy la última de una familia numerosa y, mis padres
me tuvieron ya mayores, no llegué a conocer a ninguno de mis abuelos. Vi sus
retratos, guardados en el cajón de la cómoda junto con los libros piadosos, que
a mí me gustaba particularmente remover. Como estas fotografías estaban tomadas
en momentos concretos y solemnes, la idea que tengo de ellos resulta un tanto
irreal.
Así, el retrato de los abuelos paternos es una fotografía
de estudio, con falsas columnas y pose impostada. Los dos miran al fotógrafo intentando
sonreír, pero no lo consiguen. Resultan serios y tristes. Hay otra del abuelo
con sus dos primeros nietos, mi hermano mayor y una prima, aquí su cara se
dulcifica y mira a sus nietos con orgullo, ellos, en cambio, parecen asustados.
El retrato de mis abuelos maternos es mucho más atractivo.
Debe estar hecho por un fotógrafo ambulante, pues la familia al completo posa
en el patio de la casa. Mi abuelo con cara sonriente y redonda, rodeado de sus
cinco hijas, una más, de su primer matrimonio y su segunda esposa sentada junto
a la máquina de coser Singer. Mi abuelo parece feliz entre las siete mujeres.
Mi madre, muy pequeña, tiene un trozo de pan en la mano.
Siempre tuve envidia de mis amigas, porque hablaban de sus
abuelos. Envidiaba los mimos y los dulces que recibían; también envidiaba verlos
llegar a la escuela cogidos de la mano del abuelo… Así que, como yo no tenía, adopté
uno. El que estaba más a mano era mi tío abuelo, que vivía enfrente de casa.
No, no era cariñoso ni conmigo ni con sus nietos de verdad, en realidad, tenía
muy mal genio, pero podía servir.
Alto, delgado, más viejo que joven, vestía traje oscuro en
invierno y en verano y un sombrero negro de paño, que no se quitaba nada más
que en la iglesia. Se le veía con frecuencia a la puerta de su casa, sentado en
un viejo sillón de mimbre, que se había adaptado a la forma de su cuerpo,
tomando el sol en invierno y el fresco en verano, pero siempre, fumando y
leyendo novelas del Oeste. Sus ojos, pequeños e inteligentes, que no
necesitaban gafas para leer, miraban socarrones y maliciosos. Yo iba a su casa
con frecuencia porque mis primas me daban de merendar y me dejaban hojear
revistas atrasadas de Blanco y Negro. Entonces, era muy pequeña y aun no sabía
leer, cuando me regalaron mi primer cuento fui corriendo a pedir a mi tío
abuelo que me lo leyera, él me miro de hito en hito.
─ ¿Qué hacen en la escuela que no te enseñan a leer?
Y, cogiendo el cuento comenzó: Érase una vez…
© Socorro González-Sepúlveda Romeral
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