sábado, 1 de febrero de 2020

Amantes de mis cuentos: Una noche en el teatro



Creo que estoy muerta. Lo último que recuerdo es el chisporroteo de las llamas, cortinas convertidas en ceniza, lámparas que caen al suelo estrepitosamente, esqueletos de butacas, gritos, gritos, y gritos.

Hasta hace unos instantes yo era joven, guapa, con una maravillosa voz de soprano, y sentía que la última nota se había ahogado en mi garganta, mientras en el piano continuaba sonando un do sostenido, hasta que, de pronto, cesó la música.

Ahora estoy tiznada y recelosa haciendo una fila frente a una mesa con un gran cartel en el que está escrito: «Reencarnaciones» en letra gótica y de color malva, mi color preferido. Veo salir a seis cucarachas. Pregunto a los de mi alrededor. No saben. No contestan.

Un grupo de pulgas aparecen por la puerta. Una docena de cigarras esperan la orden de salida. Me preocupa que Kafka esté al frente de este departamento. Me preocupa que me conviertan en una hormiga. Y no es que no me gusten, las tengo en gran estima por lo bien que programan su trabajo, por cómo se comunican entre ellas y por la gran capacidad de resolver problemas complejos, pero no… Me preocupa porque ser una hormiga conlleva grandes peligros, puedo quedar aplastada por el zapato de un desaprensivo, caer en la boca de un snob en un restaurante de lujo o ahogarme en una inundación.
No me seduce la idea de volver a morir tan pronto, quiero llegar a vieja, a estar rodeada de nietos. Ruego en voz alta: ¡Dadme el placer de una larga vida! ¡No es mucho pedir!, exclamo sin ninguna convicción de ser escuchada.  

Al que estaba delante de mí le han convertido en una avispa con un formidable aguijón venenoso. Está feliz, cree que le ayudará a sobrevivir. No tengo tiempo de hablar con él. Me llaman, me toca el turno.

Sobre la mesa colocados de mayor a menor hay un escarabajo, una mariposa, una mosca, un mosquito, una chinche. Y lo único que se me ocurrió decirle con voz entrecortada, emoción contenida, y ojos llorosos a aquel ser lleno de bondad que me miraba complaciente, desde su asiento, era que me devolviese a la tierra tal como había sido: una mujer.

‒¿Por qué, hija mía?

‒Pues, mire usted, siempre he anhelado ser una empollona, una erudita, una especialista de… los insectos.  




© Marieta Alonso Más

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