jueves, 13 de agosto de 2020

Malena Teigeiro: Niebla de vapor


Lo vio marcharse de espaldas. Recorrer, ligero, el largo andén de la estación con la pesada maleta de cuero alargándole el brazo, la gabardina colgada del hombro y el sombrero calado hasta las cejas. Ella siempre creyó que le quedaba grande, pero no. Me gusta calármelo bien. Como si fuera una boina, le dijo una mañana mientras la acariciaba jovial, sonriente. Y no es que tuviera extraños caprichos, guiñó un ojo provocativo, es que en su tierra el aire es tan fuerte, que o bien te colocas una mano encima de la copa o te lo metes hasta las cejas. De lo contrario, a tu sombrero se lo lleva el viento. Divertido, juntó los dedos frotándose las yemas con fuerza. Y su dinero no era para tirarlo al aire.
Al escuchar el renqueante sonido de los ejes, detuvo la mirada sobre el cemento del frío y sucio andén. Sorprendida, ve el polvo ensuciando la piel de sus brillantes zapatos de tacón. Pestañea. Con el índice se limpia una ligera humedad en los ojos. Se me ha debido meter algo de carbonilla, se dice a sabiendas de que sus lágrimas nada tienen que ver con el humo de la achacosa caldera. Y levanta la cabeza en el instante en que el tren, envuelto en una espesa niebla de vapor y humo, entra bajo el sol. Acariciándose la frente, se cubrió los ojos.
Con un abrazo traicionero se despidió. Que no llorara, que no estropeara esas pestañas tan bellas, le susurraba acariciándole la mejilla. Y sin haberla siquiera besado, quizá algo pálido y nervioso, se dio la vuelta. Al subir el segundo escalón de los tres que tiene la escalerilla, se detuvo. Volviéndose hacia ella, levantó el brazo. Luego, bajó la cabeza esfumándose dentro del vagón. Ella, en ese instante, cierra los párpados y se lo imagina, con la sonrisa del que está cumpliendo un sueño, recorriendo el pasillo. Al llegar a la puerta de su compartimento, se detiene unos segundos y, luego, la abrirá. Y antes de subir la maleta a la rejilla, lo ve saludando con dos dedos en el ala del sombrero. Comprobará otra vez el billete. Y una vez sentado en su butaca, displicente, comenzar a leer el periódico.
Ya nada queda del tren cuando de nuevo contempla los carriles de hierro que en la lejanía se cruzan y descruzan unos con otros. Lo mismo que me sucede a mí, murmura sin dejar de observar el horizonte. Se acerca una mano a la cara y suspira. Apenas le queda nada de su perfume, del calor que le dieron sus brazos, del frescor de sus besos.
Lo había conocido en un guateque. Al acercarse a saludarla, ahora lo recuerda, le pareció percibir un ligero olor a alcohol.
––Tienes los ojos más bonitos que he visto nunca ––la examinaba turbio, taimado––. ¿Bailas?
Sujeta por el codo y sin esperar respuesta, muy juntos se dirigieron a la habitación en donde la aguja del tocadiscos arañaba un bolero. Mientras la aprieta algo más de lo recomendable, él no deja de susurrarle lo bonita que es. Y ella, con la cabeza levantada, él era mucho más alto, mareada entre sus cálidos dedos, siente que se enamora.
Comenzaron a salir por las tardes. Durante sus paseos, entre arrumacos y caricias, le habla de sus sueños, de su deseo de irse, de emigrar, de hacer mucho dinero antes de volver. Cuando se lo presenta a sus padres, ellos torcieron el gesto. Sobre todo su madre. Es demasiado simpático. Es demasiado guapo. Es demasiado soñador, le dijeron una y otra vez. Cuando les anunció que se iba con él a Alemania, una gris sombra, como si fuera el humo del despiadado tren que la deja olvidada en aquella heladora y ventosas estación, les cubrió el rostro. Y ella, hija única, temerosa, comienza a darle largas. Y él, apretándola contra sí, le suplica una y otra vez que acceda, que tienen que irse juntos, que quiere formar una familia en aquel país en donde era tanta la riqueza que los árboles manaban leche y miel. Y así sigue una tarde tras otra, hasta que, poco a poco, ahora se da cuenta, él ya no le habla del nuevo lugar de sus sueños. Sin embargo, la amaba, la seguía queriendo de la misma manera de siempre. Al menos, eso creía.
¿Cuándo comenzaron a separarse? Quizá, cuando al pedirle que esperara un poco, le razona la necesidad de tener más tiempo para convencer a sus padres, o luego, cuando le dijo que comprendiera que no podía dejar a medias sus estudios, o quizá fue aquella tarde que entre besos y abrazos le dijo que no se iba con él. En aquel momento la contempló muy despacio. Luego, sujetándole con una mano las mejillas. Le hincó los dedos hasta hacerle daño. Después, inclinándose, la abrazó hundiéndole el rostro en el cuello.
Todavía tiembla al recordar su gemido mientras la abrazaba besándola con desespero, una y otra vez. Le pareció ver lágrimas en su mirada o quizá eran el reflejo de las suyas. Y entonces, ahora lo sabe, en contra de lo que había esperado, él continúa su noviazgo como si su negativa le hubiera quitado un peso de encima. Aquella tarde cuando se despidieron, ahora está segura, ya no era suyo.
Desde aquel día, como si nada se hubieran dicho, siguieron saliendo, ella cada vez más triste y él cada vez más contento. Llegó a pensar que quizá lo hacía para que no sufriera. ¡Qué ingenua! Poco a poco le fue ayudando a preparar el largo viaje. ¡Hasta sus padres le llenaron de regalos! El ya nunca le volvió a pedir que se vaya con él.
Exhalando un profundo suspiro, comienza a caminar hasta salir de la estación. ¿Cómo era posible que la tarde que la abandonaba para siempre pensara con tanta ternura en él? Sobre todo, sabiendo que, en ese instante, alegre, quizá un poco nervioso, está sentado junto a la otra que le sigue en sus sueños.

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