domingo, 13 de septiembre de 2020

Malena Teigeiro: Don Armando Mateo Casas Itubarrire, caballero


Había llegado al hermoso y vetusto edificio de piedra con el cordón umbilical aún sin cortar. Y cuando años más tarde salió de él, llevaba consigo la hermosura de la juventud, el desarraigo de haber crecido en un orfanato, y la astucia de tener que contar mentiras desde su nacimiento. También arrastraba Marcela las habilidades de ser buena cocinera y planchadora, así como las de bruñir la plata y encerar los muebles mejor que nadie. Y como a decir de sus celadores era muy inteligente, le habían enseñado a leer y escribir.
Al cerrar el portón del hospicio, Marcela levantó la mirada. Sonrió. Este sol tiene que darme suerte, pensó para sí alegre. Se colgó del hombro el bolso en donde llevaba la carta con los informes y la dirección de la casa en donde entraría a trabajar. Era una buena familia, y la tratarían bien, le aseveró la directora pellizcándole la mejilla justo antes de darle su bendición. Apretando el asa de la maleta de cartón que le habían entregado con dos mudas de recios y oscuros paños, saltó las escaleras de dos en dos y comenzó a caminar por su nueva vida.
Cuando llegó al número 27 de la calle Gurtubay, un portero uniformado con librea de pulidos botones, que impertinentes le devolvían su rostro, la contempló de arriba abajo. Luego de clavar los ojos en la maleta, sin decir palabra, levantando el brazo le mostró la puerta de servicio. Y ella, a quien esa mirada además de no gustarle nada la humilla, se fue de allí. Callejeó sin rumbo hasta que al pasar por delante de un escaparate vio su imagen reflejada en el cristal. Su aspecto y el del heredado traje no le parecieron mal. ¡Pero la maleta! Giró la cabeza y con el desprecio del que deja a un marido que no le es fiel, se fue dejándola abandonada...
Don Armando Mateo R. Casas Itubarrire, anciano caballero desde hacía ya unos años, habitaba solo en la calle Duque de Alba, número 15 —único resto de las grandezas heredadas—.De la venta de algún cuadro o porcelana, porque las joyas, ésas, primero una, luego otra, hacía tiempo que habían desaparecido, iba subsistiendo. Y como su soledad le molestaba, entendió el anciano que lo mejor para consolarla era salir a pasear, cosa que hace al atardecer, eso sí, sin meterse en ningún espectáculo ni café a no ser que fueran gratuitos.
… Siguió Marcela deambulando calle arriba, calle abajo, hasta que se hizo de noche. Cansada y aburrida, quizá algo temerosa, caminando siempre arrimada a las paredes, chocó con un hombre que con una gran llave de hierro entre sus viejos dedos intentaba abrir el portal. Él, entrecerrando los ojos, la contempló. Y ella, cariñosa y solícita recogió la llave del suelo. Al entregársela, el hombre admiró los grandes y dulces ojos azules que le sonreían en el hambriento rostro. Introdujo de nuevo la llave en la cerradura. Dio una vuelta, dos, y cuando Marcela vio su débil y escuálida mano sobre la pesada puerta de forja y cristal, adelantándose, la empujó. Entró detrás de él y, rápida, encendió la luz. El anciano, rebuscando en los bolsillos, encontró una moneda que le colocó en la palma de la mano. Con los ojos brillantes, Marcela se la devolvió.
––Gracias. Pero si de verdad me lo quiere agradecer, permítame pasar la noche en algún lugar del edificio.
 Dubitativo, el hombre entrecerró los párpados.
 ––Señor, por favor, solo quiero pasar la noche bajo techo. No soy ninguna ladrona. Se lo juro ––juntó las manos––. Mire.
Al mostrarle la carta, de una funda de cuero muy gastado, don Armando extrajo unas gafas de metal a las que les faltaba una patilla. Se las colocó con calma y leyó el escrito.
—¿Y por qué no está usted en la casa a la que la enviaron?
Con el rostro rojo y el desparpajo de la necesidad, Marcela le relató la vergüenza, la indignación que le produjo el desprecio de aquel portero. Por lo menos se creía capitán general, soltó arrebolada. Sonriente, don Armando le indicó que lo siguiera. Y juntos subieron hasta el principal. Al entrar en el piso a Marcela se le abrieron mucho los ojos. Nunca había visto tantas alfombras, ni tan grandes y pesadas cortinas, ni tal profusión de adornos de plata y porcelana. ¡Ni tanto polvo! Sin murmurar palabra, atravesaron un pasillo hasta llegar a la habitación del servicio en donde la joven se recogió.
Por la mañana al levantarse, el anciano se encontró con que, aunque un poco parco, su desayuno estaba preparado.
––Sin duda ha abierto usted los armarios —expuso encogiéndose de hombros.
Ella, tímida, sonriente, con el cabello recogido sobre la nuca, inclinó la cabeza. Arrimó una silla y se sentó frente a él. Solícita se levantaba cada vez que era menester para acercarle el pan, un cubierto o el azúcar. Y mientras don Armando bañado por el sol mañanero bebía tranquilamente su café, la muchacha le fue desgranando su vida, la situación en la que se encontraba, y sus muchas habilidades como ama de casa. Atentamente la escuchaba el anciano sin dejar de llevarse a la boca el pan con aceite. Cuando al fin guardó silencio, durante unos segundos que a Marcela le parecieron siglos, don Armando la observó con las manos desmayadas sobre el mantel.
––Quiero que sepa que no tengo dinero para pagar una criada ni para darle de comer. Aunque si quiere, y hasta que resuelva su situación, puede quedarse.
Con lo que a Marcela le pareció una tímida sonrisa de simpatía, el hombre le susurró que en cualquier caso, tampoco creía que durara mucho como criada. Es usted demasiado bonita, dijo señalándola con el dedo.
Desde aquella mañana don Armando vivía satisfecho, sin apreturas. Su comida era de buena calidad y estaba bien condimentada. Se volvió a acostar entre sábanas limpias. Volvieron a aparecer flores en los jarrones, a brillar la plata y a oler en el baño a lejía y jabón. Y si bien era verdad que nunca tuvo el menor interés por conocer de dónde provenía el dinero, lo cierto era que todo ello sucedía sin tener que vender sus recuerdos.
Y así fueron pasando los días, él con la alegría de saberse cuidado y ella manteniendo la casa limpia, la ropa planchada, los alimentos a punto, y el periódico sobre el velador del desayuno.
No habían pasado muchos meses cuando la joven se le acercó zalamera. Le preguntó si la podría ayudar a resolver un problema.
––Verá don Armando, llamándome Marcela y habiendo salido de un hospicio, nada puede salirme bien.
El anciano luego de doblar el periódico, se quitó las gafas y expandió una media sonrisa en su ajada boca.
––Por favor, señorita, tráigame usted una hoja en blanco. De esas que tienen impreso mi nombre y mi escudo de armas.
Con los pliegos sobre la mesa, se caló de nuevo las gafas, eran unas de pasta imitando carey, regalo de la joven del día de Reyes, y escribió:
A quien pueda interesar:
Yo, Armando Mateo R. Casas Itubarrire, marqués de Casas Solariegas, comunico que la portadora de esta carta, pupila bajo mi protección, responde a los siguientes datos:
Nombre: Hyacinth Novak.
Hija de András y Anasztázia Novák, condes de Harsányi.
Lugar y país de nacimiento: Buda, Hungría.
Familia, inexistente. Toda ella fue asesinada en la guerra
Y siguió el anciano garabateando palabras sobre el papel hasta completar una hermosa y rutilante vida. Luego de firmar y rubricar el pliego, poniéndose como primo lejano de su abuela, se la entregó. Ella la leyó con cuidado. Al terminar, lo contempló risueña.
––Don Armando, por el mismo esfuerzo, ¿no podría ser princesa?
Y don Armando, más sonriente todavía, repitió el documento.
Rápido se habituó la joven a su nuevo nombre. Rápido tornó sus bastas maneras por movimientos elegantes, y su peinado por uno a la moda. Del mismo modo, apareció de pronto en su acento un ligero y encantador sonido germánico. Y más rápido aún, abrió los armarios de la difunta esposa de don Armando para confeccionarse trajes con aquellas maravillosas telas. Halló también en ellos los adornos de la difunta, que se puso sin ningún pudor, incluso adornó su cabello en la cena de Navidad con una pequeña diadema de brillantes. Y don Armando, sorprendido de que tan solo un bello nombre produjera tan radical cambio, la admiraba feliz de haber sido el artífice de tal transformación. Y así siguieron hasta que una noche Jacinta le mostró su contrato para trabajar como vedet.
––Justo en el teatro que está aquí al lado, don Armando, en La Latina.
Y como su trabajo era por las noches, continuó cadenciosa, y deseaba seguir ocupándose de él, le rogaba su permiso para aceptarlo, pues no pensaba en abandonar la casa en donde era tan feliz.
––Lo cierto es que no me gusta la idea de volver a quedarme solo –sentenció casi con llanto el anciano.
Y sin levantar la mirada de su humeante tazón, continuó el hombre leyendo el periódico.
Pasados varios meses, la ahora triunfadora y rutilante princesa Jacinta, le expuso a don Armando que sus muchos compromisos le impedían atenderlo con el cariño y la complacencia que ella deseaba. Siguió diciendo que a una compañera del coro le gustaba la idea de vivir con ellos. Y que si no tenía inconveniente, le dejaba su habitación en la zona de servicio y ella se mudaba a una de las de la zona noble.
––O si no, mejor, a la que está al lado de la suya. Así podré atenderlo por las noches ––le susurró zalamera.
Encogiéndose de hombros, don Armando serio, circunspecto le contestó que bien, pero que ella era la responsable. Y de esa manera entró en la casa Terele, una morenita pequeña y regordeta, viciosa de los naipes. Y don Armando, al que la joven le recordaba a su difunta madre, comenzó a echar con ella la partidita. Enseguida se animó Jacinta que rauda cogió mañas con los naipes.
––Don Armando, una partida de cartas de tres, no es partida ni es nada. Necesitamos la cuarta.
Y añadió que una compañera del teatro, nacida en Valladolid ––ya sabe usted lo bien educados que son los castellanos––, aún andaba sin habitación y como bien conocía él, con lo poco que ellas ganaban… Él de nuevo alzó los hombros. Y así, entró en la casa Anita, pizpireta de grandes y relucientes ojos negros rodeados de abundantes pestañas. Sin saberse el porqué, detrás de Anita, volvieron las visitas de los ancianos amigos de don Armando. Todos ellos solían llegar con presentes para las chicas, no en vano, tarde tras tarde, eran cubiertos de atenciones por las jóvenes, y más de una noche, invitados de honor en las funciones del teatro.
Desde hacía muchos años don Armando no era tan feliz. Las cuatro muchachas se desvivían por él. Solo queremos a nuestro papi, le decían. Y él comenzó a soñar con la hija que no tuvo. Y así, sin problemas, siguieron otra temporadita.
—Con su permiso, don Armando ––sentada a su lado Jacinta colocó su ya enjoyada mano arropando la del anciano.
Le expuso que ahora que gracias a él todas trabajaban tanto, era necesario que en la casa hubiera alguien que supiera planchar y almidonar. Como usted se merece, don Armando. A ninguna nos gusta verle con las pecheras arrugadas. Mimosa, le besó en la frente, cosa que, desde tiempo atrás, la joven repetía con encantadora regularidad. Don Armando abrió los ojos asustado. Que no se preocupara, que solo deseaban que estuviera lo mejor cuidado posible. Y como ellas por las noches tenían tantas obligaciones… Y mientras le rascaba la oreja, Jacinta le manifestó que había pensado en una de las del coro, que además de estar un poco gruesa valía poco para enseñar las piernas. Y entró en la casa Angelita, a quien Jacinta uniforma de negro al atardecer, y de rayas rosas por las mañanas.
Aquel día, todas vestidas de luto, lloraban alrededor del cuerpo de don Armando que ataviado con su mejor traje yacía en su cama esperando comenzar su último viaje. Cuando llegaron los uniformados hombres de la funeraria, Jacinta le dio un último beso en la frente. Mi papaíto, pronunció emocionada mientras pensaba en cómo hacer para explicarles a las chicas que o pagaban por las habitaciones o se iban. Ella no iba a ser tan generosa como aquel que una vez convenientemente convencido de que ella era su hija, en secreto la había adoptado para hacerla heredera de su título y de sus escasos bienes.

No hay comentarios:

Publicar un comentario