jueves, 19 de noviembre de 2020

Liliana Delucchi: El sabor de la tierra


Cuando inició su andar por el camino entre las vides dijo que no volvería. Se equivocó.
Años de vendimia bajo el sol que a veces continuaba inclemente en septiembre, con un mendrugo a la sombra de cualquier mediodía y un trago del vino que quedara de la cosecha anterior. Siempre mirando hacia la casa, aquel porche donde ella se sentaba junto a los suyos, mordisqueando un racimo que hubiese caído de la cesta, con unos ojos que parecían los del retrato del salón, aquella abuela (o bisabuela) que pintara algún artista de renombre. Oscuros, con un marco de pestañas que caía a veces como si cerrara una persiana, escapando de tanta luz.
Parece infinito el camino de pedruscos, seco y polvoriento, como si no hubiera final, como si la tierra se redondeara más para que él no pudiese ver su última etapa. ¿Cuál es? Se pregunta mientras descansa bajo una mísera sombra. Con las piernas estiradas y la cabeza contra un tronco deja el macuto a un lado y rasca la tierra, la araña, coge un poco y lo lleva a la boca. El sabor de la tierra que lo vio nacer, a la que no volverá. «El sabor de tu pelo, el de tu piel o el de tus manos. Ese que nunca probé».
Largo fue el trayecto hasta la ciudad y más aún hasta el puerto. No sabía que los barcos fueran tan grandes ni que hubiera tantos desesperados por partir. Durante las jornadas atravesando el océano el olor del mar inundaba sus pulmones y cada vez que echaban el ancla pensaba en quedarse allí. Pero no. Cuanto más lejos, mejor. Habría algún lugar más allá del horizonte con uvas esperando una vendimia. Y lo encontró.
—No te asustés por el frío ni por las montañas, gallego, el vino de acá es muy bueno. Lo vendemos en todo el país y el tano (*) está pensando en exportar. Don Giuseppe también es un inmigrante, como vos, —le dijo Remigio, uno de los capataces de aquella vasta extensión de cepas.
La comida era abundante, como la bebida y al final de la jornada, mientras el resto de los peones se reunía en torno a una fogata entonando chacareras, él intentaba escribir una carta a aquella joven de ojos oscuros y pestañas abundantes que estaría sentada en el porche de su casa. Nunca pasó del “Querida Alicia”. ¿Cómo contarle con su escaso vocabulario lo que estaba viviendo ni lo que echaba de menos contemplarla a lo lejos?
Con los años pudo comprarle al tano un trozo de tierra y tiempo después asociarse con él. Fue el mismo don Giuseppe quien con la cara demacrada y un periódico en la mano le dio la noticia. “Tu país está en guerra. Civil, unos contra otros. Porca miseria. ¿Es que nunca vamos a aprender los europeos a controlar nuestra ira? Ese viaje que pensabas hacer tendrá que esperar.”
Y esperó. Tres largos años de conflicto y uno más para dejar sus cosas en orden.
—Andá tranquilo que yo me ocupo de todo. Pero prométeme que vas a volver. Con tu mujer o sin ella; este país es ahora tan tuyo, como mío. —Le dijo su socio— Te lo has ganado porque la tierra no regala nada. —Y chocaron las copas de vino antes de abrazarse y partir Guillermo hacia la capital.
El viaje en barco fue más cómodo que el de ida, ahora viajaba en primera. Pero llegar hasta la finca tomó tiempo… que su mente llenaba con lo que le diría al encontrarla.
Todo había cambiado.
Los estragos de la guerra muestran miseria y desesperación. El hambre se ha hecho dueña de las personas y las construcciones descubren las heridas de las batallas. Sin embargo, la casa de Alicia sigue en pie. Como ella, con uniforme de enfermera y una enorme barriga que le ha dejado su marido antes de caer en combate.
—El edificio fue convertido en hospital para la convalecencia de oficiales –dice ella al reconocerlo— y yo trabajo aquí. Es una forma de quedarme.
Guillermo entra en el salón donde el cuadro de la abuela (o bisabuela) continúa, no se sabe si dando la bienvenida o mostrando su desacuerdo con los nuevos ocupantes y llama a gritos a un médico cuando se da cuenta de que la joven ya está de parto.
—Un niño precioso. Sano y fuerte —dice el doctor mientras se lo entrega a su madre.
—Os llevaré conmigo —murmura Guillermo contemplando la cara del bebé. Al besar el pequeño pie que asoma bajo la manta, no puede evitar sentir el sabor de la tierra.
(*)Tano: forma coloquial de llamar a los italianos en Argentina.

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