viernes, 29 de enero de 2021

Cristina Vázquez: Adelante campeón

 


Adelante, campeón, adelante. En el intranquilo sueño del vuelo estas palabras se me repiten casi como una pesadilla. Me veo en la proa del velero con el viento en la cara cumpliendo alguna misión que me habías encomendado con seriedad de capitán, y que yo obedecía con la misma seriedad de grumete. Adelante, campeón, adelante. Cuánto tiempo, tantos años que ya los dedos no sirven para contarlos.

Al bajar del avión un sofocante y húmedo calor me embarga recordándome esos veranos cálidos, llenos de arena, amores y proyectos, acompañados siempre del deseo inmediato de subirnos al barco.

––Esto es plan de hombres, campeón.

Te recuerdo en la plenitud de tu fuerza, moreno, con el pelo frondoso aclarado por el sol, las manos de ciudad con tiritas hasta que se endurecían con los trasiegos, y la felicidad de los dos manejando el Avalon igual que si fuéramos a una aventura de resonancias artúricas, aunque en realidad solo navegáramos unas cuantas millas hasta alejarnos de las hermanas y la madre que dejábamos en la apacible playa.

Y el invierno de mis doce años una madre descompuesta entre la sorpresa y el dolor, nos comunicó a los tres hijos que nuestro padre había decidido marcharse.

––¿Cuánto tiempo? ––preguntamos al unísono.

––No lo sé. A lo mejor no vuelve, o sí, quién sabe.

Y unas profundas ojeras, unos cercos de oscura desesperanza se le grabaron para siempre en su pálida y doliente cara. Ahora tú eres el hombre de la casa, me dijo mi madre al poco tiempo con una titubeante esperanza en la voz. Yo la abracé con el convencimiento de que a quien quería abrazar con todo mi corazón era a ti, al ausente. ¿Por qué? Qué habíamos hecho para dejarnos en esa inaudita soledad, sin una palabra, sin un gesto previo que me permitiera adivinar tu marcha.

Ya han pasado treinta años y vivo al otro lado del mundo cerca del mar, pero sin volver a subirme a un velero. Cuando lo intenté la intensidad de mi pena revivió con tanta fuerza que decidí no arriesgarme otra vez, convencido de que los barcos de motor son una magnifica solución para navegar.

Me acerco al pueblo donde me han dicho que te van a enterrar. Mis hermanas han insistido en que viniera y por verlas, creo que solo por eso he vuelto, aunque la emoción que empieza a apoderarse de mí me molesta igual que un animal tenaz e invisible. El paisaje lento empieza a surgir, los olivos, la tierra rojiza, los algarrobos. Me miro las manos fuertes aunque ya con algunas manchas y me parece estar viendo las tuyas al tirar de las escotas, enganchar la escalerilla o revolviéndome el pelo después del baño. Somos un buen equipo, hijo. Y me mirabas con una risueña complicidad; yo pensaba que era una suerte de pacto indestructible entre compañeros, como “Los Caballeros de la Mesa Redonda” que te gustaba leerme. ¿Por qué?

Al llegar al pueblo me cuesta encontrar la dirección. Es una casa modesta cerca del puerto, blanca, con tejas, unos cercos de color añil en las ventanas y un jardincillo mimado con esmero de profesional. Me extraña no ver a nadie y entro en el pequeño hall con suelo de barro y suena una suave música de Bach, que reconozco de inmediato, “Los Conciertos de Brandenburgo”, tu preferida. Oigo unos pasos que se acercan y aparece un hombre mayor, alto, enjuto y distinguido que se dirige a mí con familiaridad.

––Soy Peter Aldwin, amigo de tu padre ––y me estrecha la mano con las dos suyas.

Nos miramos por un instante. Yo con sorpresa y él con un reconocimiento afligido.

––Tu padre siempre hablaba de ti ––me indica un lugar donde sentarme––. Siempre siguió tu vida, aunque fuera a la distancia.

El saloncito es proporcionado y de un gusto exquisito. Peter me ofrece algo de beber que rechazo tratando de recomponer la situación y pregunto por mis hermanas. El hombre sube las cejas y con un suspiro afirma que me esperaban en el hotel, no habían querido quedarse. Junta las manos entre las rodillas con una silenciosa palmada, lo comprendía, pero mi padre nunca quiso que lo supiéramos, así que llevaba treinta años viviendo en el anonimato respecto a nosotros.

No puedo responder. Una mezcla de tranquilidad y desesperación me inunda. Era esto. El motivo de su ausencia era este hombre amable, elegante y dolido que me mira desde el fondo de una butaca con resignación y aplomo.

––Si te quieres ir lo comprendo ––le oigo decir.

––No, quiero verlo.

Se levanta con lentitud y me precede por el pasillo hasta el cuarto donde mi padre reposa aún sobre la cama. Me cuesta mirarlo y reconocer en ese hombre demacrado con el cráneo pelado al ser fuerte, amable, de pelo frondoso. Mi padre. Adelante, campeón, adelante. Y oigo la voz de Peter doliente, había sufrido mucho, pero lo llevó como un campeón. Y en ese momento los treinta años de ausencia se derriten en una amarga desesperación. Volvemos a la sala y veo que hay fotos de nosotros desde pequeños hasta épocas recientes. Nunca había dejado de seguiros aunque fuera desde lejos y se pasa la mano por el abundante pelo blanco, pero…

––Tu madre le prohibió veros ––dijo con amargura––. No quería que supierais de esta repugnante situación, palabras textuales ––apostilla con rencor.

Le pregunto si el Avalon seguía existiendo, y el otro con una sonrisa cansina me confiesa que por supuesto, hasta el final iba a subirse a él, aunque ya no pudiera navegar.

––Me contaba vuestras aventuras.

En ese momento tomo una decisión que intuyo Peter puede entender y le propongo llevarle al anochecer al Avalon, salir de puerto e incendiar el barco.

––Como el rey Arturo ––afirma Peter.

––Como el rey Arturo ––le replicó.

A la mañana siguiente los periódicos locales comentaron el extraño incendio de un barco en altamar.

© Cristina Vázquez

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