Desde que se trasladó a esa ciudad costera iba casi a diario al puerto. Los barcos tenían para ella la magia de las lecturas de su niñez: navíos atravesando tormentas, marineros subyugados por los cantos de las sirenas y la visión promisoria de la costa más allá de los mástiles. Sin embargo, nunca se atrevió a navegar.
––Son cárceles en las que, además, te puedes ahogar.
Eso había dicho el tío Florencio, un anciano que en su vida solo había pisado la tierra, cuando Natalia le contestó que surcar mares era la mayor idea de libertad que se le pudiera ocurrir. A él también le gustaban los barcos, le dijo, y nada le hacía más ilusión que formar parte de ese grupo de gente dispuesta a atravesar el Atlántico.
Aquel otoño de 1927, le explicó a su sobrina, él apenas contaba cinco años cuando la familia decidió emprender una nueva vida en un buque que tenía el nombre de la hija del Rey Víctor Manuel III y de la Reina Elena, el Principessa Mafalda. Cada mañana, desde que se habían instalado en Génova, el niño iba al puerto a ver esa gran mole que lo trasladaría a Buenos Aires en solo catorce días, junto con sus padres y hermana mayor.
Todo estaba preparado, billetes, equipaje y las ilusiones, cuando a falta de tres jornadas para iniciar la travesía, Rosa, su hermana, enfermó y Florencio vio partir la nave enarbolando un pañuelo a modo de despedida. Envidiaba a aquellos que desde la cubierta alzaban los brazos saludando a quienes quedaban en tierra. La familia decidió esperar a que la niña mejorara para tomar el próximo barco.
Fue su padre quien, mientras desayunaba la mañana del 26 de octubre, leyó en el periódico la terrible noticia: El Principessa Mafalda se había hundido frente a las costas de Brasil. Su madre se negó a esperar a otro trasatlántico: «Dios nos ha salvado esta vez, no lo pongamos a prueba de nuevo». Y volvieron todos a casa. Allí pasó Florencio su juventud y cuando llegó la hora de los estudios superiores se trasladó a la gran ciudad. El puerto seguía manteniendo su magnetismo y el joven iba cada tanto a las tabernas que rodeaban las dársenas, pero si bien algunos de sus amigos emprendieron viajes, las palabras de su madre habían quedado en su memoria.
––Pero esa es mi historia, jovencita, quizás la vida tenga otros designios para ti ––dijo a Natalia una tarde en que estaban sentados frente a un bosque de mástiles.
Poco antes de morir de extrema vejez, el anciano pidió ver a la joven y le entregó una medalla con la imagen de San Telmo.
––Es el protector de los navegantes ––susurró con la poca voz que le quedaba- Mi madre me la prendió de la chaqueta cuando íbamos a viajar y aunque nunca subimos a ese barco, jamás me he separado de ella.
Cuando años más tarde Natalia ojeaba un folleto de viajes, vio el anuncio de una naviera que botaba un nuevo trasatlántico, su nombre era San Telmo. En ese momento supo que iba a emprender la travesía a la que tanto había temido.
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