lunes, 18 de enero de 2021

Blanca del Cerro: Cadena de besos



Uno de los recuerdos más dulces de mi vida fue el de mi abuela paterna. Se llamaba Marta y en ese recuerdo se mezcla la fantasía, el sueño y un dulce aroma a jazmines que siempre la perseguía como si fuera un perro hambriento. Era una mujer firme y, hasta cierto punto, espectacular, con un halo de autoridad que la hacía especial a los ojos de casi todos.

Mi abuela Marta —ojos de miel, labios carnosos y la eternidad en la frente—afirmaba que los besos forman una cadena alrededor de la Tierra, una cadena invisible que jamás debería interrumpirse, porque el día que alguien, sin saber quién ni cómo, la cortase, cuando faltasen los besos entre la humanidad, el mundo se terminaría para siempre. Y nos perseguía con su cantinela de caricias a flor de piel, como un vendaval de suspiros arropándonos a nosotros, sus siete nietos.

Todos los domingos comíamos en su casa y nos reunía a su alrededor para contarnos unas historias que escuchábamos embelesados. Yo la admiraba por su fuerza, por su sabiduría y por ese encanto que emanaba de ella en forma de torrente, una suerte de brisa suave que desprendía magia. Nos besaba de una forma especial, convirtiendo tal acto en un rito sagrado del que no queríamos ni podíamos huir porque no deseábamos contribuir al final del mundo sino al contrario, y ella sonreía, y nos sentíamos muy a gusto. El amor escapaba a chorros de sus pupilas. Así domingo tras domingo a lo largo de once años, una época realmente maravillosa en la que nadie imaginó lo que nos esperaba.

Ignoro de dónde vino aquello, pero un día nos despertamos todos abrumados por algo que llamaban pandemia. Lo cierto es que ignoraba el significado de aquella palabra, que entonces escuché por vez primera, lo que encerraba, lo que era y cómo se produjo, siendo como una especie de plaga maléfica que había atacado al planeta entero al que de repente sumió en una especie de letargo espantoso. Los goznes del mundo entero empezaron a chirriar. La televisión gritaba, los gobiernos temblaban, los habitantes del mundo caían bajo las fauces malditas de aquella suerte de enfermedad, los hospitales se llenaron, y los cementerios, las vidas empezaron a diluirse, y nos obligaron a encerrarnos en nuestras casas. Los niños dejamos de ir al colegio. Y el mundo en su totalidad adquirió el aspecto cadavérico de un monstruoso fantasma.

Lo grave, lo que me resultó más terrorífico, es que los seres humanos empezaron a alejarse unos de otros, como si se tuvieran miedo, como si de sus ojos surgiera la enfermedad que nos asolaba y atacara a otros, como si cada uno de nosotros fuera el portador oculto de aquella miseria. El mundo empezó a encogerse, a reconcentrarse en sí mismo. No salíamos de casa salvo para lo imprescindible, y los pequeños ni siquiera pisábamos la calle ya con el miedo entre todos, una suerte de centinela acosador.

Dejamos de ir a comer a casa de la abuela Marta, la vida se diluía y el amor empezó a colarse por las rendijas de la nada como un espectro sinuoso. Porque, además de las salidas, se prohibieron las reuniones, y el trato con los demás quedó reducido a un hilo de silencio cada vez más largo que empezó a envolvernos y, en cierto modo, a destrozarnos. Se prohibieron los besos y los abrazos por temor al contagio, y eso sí que me pareció terrorífico porque mi mente infantil, recordando aquellas tardes suaves de domingo, se preguntaba: ¿Qué sucederá con la cadena de mi abuela Marta? ¿Y si se corta? ¿Y si nos quedamos sin ella? ¿Y si desaparece?

No sé si sentía más temor por la enfermedad en sí o por la ausencia de esos besos de los que empezamos a carecer, continuamos por acostumbrarnos y terminamos por rechazar.

Algo o alguien estaban rompiendo muy lentamente la cadena de besos que daba la vuelta al mundo, aquella de la que tanto hablara mi abuela. Y esta desaparecía gota a gota.

Así transcurrieron tres largos años durante los cuales la oscuridad y la tristeza a partes iguales se fueron haciendo dueñas de los hombres. La mente del mundo se retorcía a pasos agigantados. La humanidad entera, sin besos ni cariño, quedó sumida en un letargo silencioso e inconcebible.

La cadena de amor se había volatilizado, dejó de rodearnos y envolvernos para siempre. Esa que sucumbió poco a poco, esa que los hombres debíamos haber conservado a toda costa, esa a la que jamás debíamos haber renunciado y que, como por arte de magia, había dejado de existir.

Mi alma se llenó de una angustia de color granate como jamás había sentido.

Y sucedió lo inevitable.

Ese domingo nos levantamos pronto. Era el cuarto año de la pandemia, cuando las almas ya ni siquiera caminaban de puro hastío y la vida se arrastraba revestida de sinsentidos. Nada parecía presagiar la hecatombe y nadie supo exactamente lo que sucedió, salvo yo que llevaba mucho tiempo esperándolo, ignoraba el qué en realidad, pero sabía con total certidumbre que había llegado la hora de la verdad, esa que no debía haber salido nunca de su madriguera pero que la humanidad obligó a escapar.

Aquella mañana limpia pasó a ser noche muy oscura. Fue así, de repente, casi sin percatarnos: un temblor terrorífico se extendió por toda la Tierra; el cielo se hizo gris, las nubes se apelotonaron y reventaron, los vientos se elevaron, los volcanes explotaron todos a la vez, el mar se hizo un inmenso rugido, los astros se convirtieron en masas informes, los rayos poblaron el firmamento y, mientras todo aquello ocurría, el día se transformó en una oscuridad mezquina que empezó a poseer la vida tragando y tragando todo lo que encontraba a su paso.

La noche, como un inmenso agujero negro, succionó al mundo. Mi último pensamiento fue para mi abuela Marta y su cadena de besos.

Y ya todo dejó de ser.

 

© Blanca del Cerro

 

Relato ganador del segundo premio del Primer Certamen Literario del grupo "Sígueme leyendo, por favor".

 

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