miércoles, 13 de enero de 2021

Malena Teigeiro: Los difuntos de la familia de Carmiña

 


Custodiadas por las gaviotas, salían a la mar casi todas las barcas al mismo tiempo. Eran rojas, verdes, azules. La de Pancho, azul como el agua al atardecer, siempre llevaba los cristales de la cabina abiertos. Le gustaba navegar con el aire dándole en la cara, haciéndole volar el cabello. El barco era casi nuevo. Lo habían comprado con lo que les dio el seguro por el naufragio del de su padre. Navegaban él y su único hermano, Juanciño, un muchacho enclenque al que le resultaba muy dificultoso arrastrar las redes.

––Este, solo vale para estudiar –––le decía su madre dándole con los nudillos en la cabeza.

Cada vez que los veía salir a la mar, la mujer, con las manos en los bolsillos de su delantal de rayas grises y negras, movía la cabeza. Mientras amarraba la barca al muelle, Pancho rumiaba las palabras de su madre. Era verdad. Y no es que Juanciño no le pusiera interés, que sí le echaba, pero esas manitas, esos hombros… Y aquella noche, ya en la cama, justo antes de dormirse, decidió que tenía que hablar con don Tomás.

El maestro, un hombre serio, amable, de chaqueta raída y pantalones de pana, era respetado por todos en el pueblo, y hasta le regalaban aquella parte de la pesca, de las patatas, o de las verduras que no conseguían vender. Si no, con aquellas tres chicas estudiando en Santiago, don Tomás pasaría más hambre que Dionisio, el pobre faltoso que pedía limosna.

––Buenas, don Tomás. ¿Tendría un momento para que le invite a tomar un vino? ––con la gorra todavía en la mano le inquirió Pancho a la salida de misa.

Y juntos fueron hasta la taberna de Roque en donde estuvieron charlando hasta la hora de comer. Después de aquella conversación, Pancho y su madre enviaron al chico al seminario de Santiago. Allí podría estudiar, y luego, si no quería ser cura, con los estudios adquiridos, ya se las podría valer bien. Y así fue. Cuando terminó el bachillerado, al mismo tiempo que trabajaba de auxiliar en un banco, Juanciño comenzó sus estudios de derecho. Pasados unos años, se licenció, y con un préstamo se estableció por su cuenta en una calle de las afueras de Santiago.

Y desde que abrió su despacho todos los domingos al salir de misa, Pancho y don Tomás se miraban satisfechos, luego bajaban juntos a la tabarna. Hasta que un tiempo después mientras bebían su taza de vino escuchó don Tomás:

––¿Sabe que ya cambió su despacho a la Rua Nova? –––satisfecho Pancho sefrotaba las calludas manos.

––¡Bien lista que era tu madre! El enclenque muchachito se nos está haciendo rico como picapleitos ––levantó la taza el maestro.

Y Juanciño, que ya era don Juan siguió visitando la aldea. Primero lo hizo solo, después del brazo de una señorita, hija de un médico importante, que sin esperar demasiado se convirtió en su esposa. Y así, domingo tras domingo, mientras tuvo vida su madre, siguieron viéndose los dos hermanos. Sin embargo, desde que había fallecido, apenas había vuelto a la aldea.

––Otro ahogado ––escuchó Juanciño a través del teléfono la voz don Tomás.

Los barcos habían salido con buena mar, le dijo, pero, ya se sabía lo caprichosa que era. Y aquella noche cambió de pronto. Decían los que habían podido regresar que las olas tenían más de diez metros, y que las barcas caían desde lo alto como si fueran pelotas arrojadas en el frontón. A Pancho lo habían encontrado dos días después. Regresó con prisa y ahora estaba delante del ataúd de su hermano. Se le veía nervioso, triste. Y los que por allí pasaron dijeron que lo vieron llorar.

De vuelta del cementerio, se abrazó a Carmiña, su cuñada. Le aseguró que ella y su hijo nunca pasarían apuros. Los ojos verdes de la mujer, duros como piedras, lo contemplaron.

––Yo no sé de cuentas ni de leyes para discutir con el seguro. Solo te pido que nos representes a mi hijo y a mí, y que nos consigas lo más que puedas. Y con ese dinero le pagas los estudios a este.

Colocó Carmiña la mano encima del hombro del chico, quien, trémulo, con los dedos dentro de los bolsillos, se clavaba las uñas en las palmas. Y continuó diciendo que si no le llegaba, pues que entonces tenía ocasión de hacer valer eso que pensaba que le debía a su hermano.

––Pero te lo llevas ahora.

También le dijo que Pancho siempre hablaba de que el chico salía a él, y que aunque era fuerte, tenía la misma cabeza.

Cuando vio que subían al automóvil, miró al hijo. El mismo pelo color del color de las mazorcas de su padre, los mismos ojos verdes muy abiertos, brillantes. Se acercó a la ventanilla.

––Escucha, dirígelo bien. Y trátalo mejor que si fuera tuyo.

Don Juan tembló al ver que su cuñada apoyaba la figa de azabache en la ventanilla. A ella le pareció que la vidriosa mirada de su hijo le sonreía.

––Déjalo, Carmiña. Esto no hacía falta ––y le separó la mano.

Cuando el automóvil pasó la curva, y ya desde la aldea no se los podía ver, Carmiña bajó al puerto. A ninguno más de los nuestros se lo volverá a tragar la mar, grito al viento. Se limpió las lágrimas y contempló el horizonte. Y lo vio navegar. Y mientras hacía sonar la sirena su barca iba custodiada por cientos de gaviotas. Lo vio alejarse y fundirse con el cielo, como siempre, con el cabello revuelto por el viento.

© Malena Teigeiro

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