Cuantas veces cierro los ojos y veo a un niño caminando de la mano de su padre, un hombre alto y delgado, por una calle repleta de gentes que vienen y van, y alguno se saluda. Y veo a ese niño que de vez en cuando levanta la mirada y mira con orgullo a ese hombre, sintiéndose seguro a su lado. Y sonríe.
Todas las tardes, esperaba la
llegada de mi padre del trabajo asomado al balcón de aquella casa grande, que
hacía esquina, en aquella ciudad donde nací y que hoy se me hace ajena. Lo
reconocía de lejos, cuando giraba por la esquina del pasaje, conocía sus pasos
ágiles y rápidos mientras avanzaba hacia la casa. A media calle alzaba la
mirada, levantaba el brazo, me saludaba con la mano abierta y me lanzaba una
sonrisa luminosa.
Yo ya estaba preparado, hacía
rato que mi madre me había lavado, peinado, perfumado y vestido de limpio.
Cuando oía sus pasos subir las escaleras corría hasta la puerta para echarme en
sus brazos, entonces me levantaba hacia lo alto y yo sentía un vértigo
repentino, pero no me asustaba, porque sabía que a la caída me esperaban sus
manos fuertes que me mantenían unos segundos en el aire, antes de cogerme en
brazos y abrazarme.
Después buscaba a mi madre a la
cocina, y yo, apoyado en el quicio de la puerta, los veía besarse. Luego se
lavaba, se cambiaba de ropa y tomándome de la mano salíamos a la calle en
dirección a la barbería de mi abuelo. Así todas las tardes, en una rutina
placentera que yo no quería que se acabase nunca, porque durante aquellos
momentos mi padre era solo para mí y para nadie más.
Sentado en el caballo de madera
que mi abuelo tenía en la barbería, y que utilizaba para cortarles el pelo a
los niños, observaba embelesado como mi abuelo le afeitaba, divertido mientras
le enjabonaba la cara con la brocha, temeroso y con la respiración entrecortada
cuando le pasaba la navaja por la cara, siempre con mucho cuidado, llevándose
con la hoja afilada capas de espuma blanca. Más tarde, el aroma a menta de la
loción saturaba el aire, yo lo aspiraba con fuerza porque me refrescaba el
interior de la nariz, y eso me gustaba.
De regreso a casa, parábamos en
un bar, “Revertito”. Allí se tomaba mi padre un vino, saludaba a los amigos y
charlaban de futbol mientras yo recogía del suelo las chapas de las botellas y
me llenaba los bolsillos con ellas, chapas que luego guardaba en una caja de
madera junto con otras cosas sin valor, pero que eran mi tesoro.
Cuando llegábamos a casa mi
madre tenía la cena preparada. Al terminar de cenar era mi padre quien me
llevaba hasta la cama, después de arroparme, se sentaba en el borde y me
contaba historias de cuando era pequeño y vivían en Jimena, o de cuando hizo la
mili. Cualquier cosa que él me contara me valía. Oyendo su voz, me vencía el
sueño.
Así fueron pasando los días, y
los meses, y los años. Y crecí al abrigo de ese hombre bueno y su universo
hasta que un día dejé de oír su voz, que aún hoy, después de treinta años, sigo
echando de menos.
© Gonzalo Arjona
Corto, sencillo y precioso. Un gustazo leer a Gonzalo.
ResponderEliminarMuchas gracias Blanca por tu comentario. Un abrazo
Eliminar