Se la dio Sor Catalina el día en que abandonó el orfanato.
—La traías en tu manita, los dedos aferrados a ella, tanto que solo cuando te dimos ese baño que necesitabas pudimos verla —dijo la religiosa al entregarle una perla.
Detuvo sus ojos ante esa esfera perfecta, blanca y brillante. Era todo lo que poseía. La perla y el libro de oraciones que lo acompañaba cada noche. El camino que se iniciaba ante la gran reja que separaba el edificio de las afueras del pueblo le pareció largo. No lo es tanto, se dijo Constantino entornando los ojos. He ido muchas veces a hacer recados que me encargaban las hermanas y no tardaba más de diez minutos. Ahora era diferente. Al final de ese sendero se abría un mundo que otros llamarían libertad, pero el joven sentía una presión en el estómago y un temblor en los labios que reconocía como los síntomas de cuando se enfrentaba a lo desconocido.
—Ve derecho a la tienda de ultramarinos. Su dueña, doña Jacinta, te espera con un puesto de dependiente, también te dará alojamiento —la voz de la hermana, tan suave, tan cálida, como siempre.
Constantino apretó la mano de quien lo consolara las noches de tormenta, de esa mujer de cuerpo tan generoso como su alma, el único pecho que conoció en que apoyar su cabeza y enjugar sus lágrimas. No vio las de ella cuando inició su andar hacia el futuro.
El negocio de doña Jacinta, una viuda de mediana edad y sin hijos, se erigía en la mitad de la calle principal. Un edificio de dos plantas, la de abajo para la tienda y la de arriba era la vivienda de la señora. Le mostró su habitación, un cuarto pequeño pero limpio y con lo estrictamente necesario.
No le costó al joven aprender a despachar, conocer los productos y sus precios y asimiló de su jefa el buen trato, preguntar a los clientes por sus hijos, sus enfermedades o los resultados de la última cosecha. Por las noches, una vez hecha la caja, subían los dos y mientras la mujer preparaba la cena, el aprendiz barría o se dedicaba a lo que fuera necesario para una vida sin lujos pero sin necesidades.
Antes de dormir, jugaban a las cartas o miraban la televisión. Las conversaciones se hicieron cada vez más personales, el cariño no tardó en aparecer entre esos dos seres necesitados de afecto. Los domingos iban a misa a la iglesia del orfanato y entonces Sor Catalina respiraba tranquila al ver que su protegido había encontrado algo parecido a una madre.
La tarde en que fue a llevarle el pedido semanal a don Fermín, el único relojero del pueblo, el joven lo vio trabajando con una piedra azul.
—Es un topacio —dijo el anciano al ver la mirada sorprendida de Constantino.
—¿Y qué va a hacer con ella?
—Engarzarla en una sortija —respondió el joyero mirándolo por encima de sus gafas—. Será un anillo de pedida. ¿Sabes lo que es un compromiso matrimonial?
—Claro, he servido como monaguillo en algunas bodas cuando estaba en el convento.
Al volver a su habitación sacó de una pequeña caja la perla que le había entregado la monja antes de iniciar su nueva vida. Ahora sé cuál va a ser tu destino, le dijo a la gema mientras la acariciaba. A la mañana siguiente volvió a casa del joyero.
—¿Podría engarzarla para un colgante y tenerlo antes de quince días?
—Preguntó a don Fermín con la voz entrecortada. —No la he robado —y le contó la historia.
El primer domingo de mayo, Día de la Madre, Sor Catalina se secó las lágrimas al ver a su protegido junto a doña Jacinta y a esta con la perla colgada del cuello.
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