lunes, 19 de julio de 2021

Liliana Delucchi: El ausente

 


Quizás a usted le llame la atención lo que voy a contarle, señora, porque viene de la capital y le parecerá rara esta historia, pero sepa que en las ciudades de provincia nos conocemos todos, al menos los que vivimos en los barrios cercanos al río. Dígame si le tiro mucho, no estoy acostumbrada a tratar con cabellos tan dóciles como el suyo.

La Esmeralda trabajaba en una de las más antiguas librerías. Ella conocía las letras, ¿sabe?, una de las pocas de su generación que había aprendido a leer, por eso la emplearon, y según afirmaba había leído algunas novelas. Yo mucho no me lo creo, porque a la pobrecita le faltaba algún que otro tornillo, aunque guapa, sí que era. Muy guapa. Cuando iba por la calle parecía una princesa, tan alta y rubia, con unos ojos azules como los suyos, señora, cristalinos y profundos. La chica noviaba desde que era una adolescente con el Jacinto, un mozo bastante atractivo pero muy bruto. No tenía modales, señora, usted no lo hubiera empleado ni para limpiar el establo. Pero a ella le gustaba, no sé si por costumbre o porque se lo habían ordenado sus padres, porque los de él tenían una forja y ganaban bastante dinero.

La cuestión es que un día aparecieron un montón de máquinas junto al río, iban a hacer no sé qué obra y con los armatostes llegaron unos hombres de la capital. Ingenieros, decían. El jefe era apuesto, bien vestido, como todos ustedes, los de la capital, de los que se levantan el sombrero para saludar a una dama. Estábamos encantadas, nos hacía sentir importantes y todas las mujeres le sonreíamos o dábamos alguna manzana cuando volvíamos del mercado. Y claro, el hombre, culto como debía de ser, fue a la librería. Y conoció a la Esmeralda. Dicen que fue amor a primera vista.

––Me tira un poco aquí ––dijo la señora, y se acomodó un mechón. –– Y entonces, ¿qué pasó?

Disculpe. Que empezaron a verse. En El Espolón, a la vista de todos. La muchacha quería lucirse ante sus vecinos andando con ese señor elegante, pero Jacinto se enteró y aunque a él no le importaba, porque se decía que andaba con otra de un pueblo cercano, al padre de él sí. Le pareció una afrenta y una tarde fue donde estaban las máquinas y pidió hablar con el jefe. Dicen que lo amenazó, que le soltó un montón de improperios y que le gritó que dejaba a la chica o recibiría una paliza por parte de sus hombres. Parece que el herrero tenía un montón de operarios fortachones que le eran muy fieles, ¿sabe usted?

Pero el ingeniero no se acobardó. Le dijo que amaba a Esmeralda y que no renunciaría a ella. Y vino la paliza. Tres costillas rotas y un pie que parecía que lo había arrollado un tren. Intervino la policía y detuvieron a los maleantes, sin embargo, el padre del Jacinto quedó en libertad.

––¿Cómo que quedó en libertad? ¿El ingeniero no denunció las amenazas? ––pregunta la señora desde el espejo.

Eso no lo sé, señora, porque nosotros a la policía ni acercarnos. Lo que sé es que a la pobre Esmeralda la echaron de la librería. Parece que el Jacinto, o su padre, amenazaron al propietario y la chica se puso a servir, aunque no duró mucho. Ya sabe lo que son los hombres con las criadas bonitas…

––No. No lo sé.

Disculpe, señora, me imagino que entre la gente de su clase no sucede, pero aquí, se aprovechan de ellas. Bueno, pero sigo con mi historia, que aunque es un poco truculenta, tal vez la entretenga mientras le cepillo el pelo.

Una mañana, sería enero o febrero, no recuerdo, porque venteaba y había caído mucha lluvia, encontraron el cuerpo sin vida de la muchacha. Allí, en El Espolón, con la ropa sucia y rajada, sin abrigo y la cara inflada a golpes. Dicen que el ingeniero lloró sobre su cadáver y que días después la siguió al Más Allá. La policía no informó sobre cómo lo hizo, pero en los periódicos escribieron eso de «encontró la muerte por su propia mano». Aquí no se investiga mucho, señora, los caciques heredan el poder de unos a otros.

Lo único que sé es que los días de ventisca y lluvia nadie se acerca a El Espolón. Todos afirman haber visto a un hombre bien trajeado y con abrigo que lo recorre, de una punta a la otra y que se detiene a sollozar justo en el lugar donde encontraron el cuerpo sin vida de la Esmeralda. Luego se interna en la niebla del final del paseo.

© Liliana Delucchi

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