lunes, 13 de septiembre de 2021

Malena Teigeiro: La Doña Sol

 


La adormilada Catalina oía sin atender la tediosa lectura del testamento. ¿Pero de qué doña Sol habla?, escuchó sorprendida la voz de su madre, única hija del difunto. ¿De una finca que se llama como yo? ¿Y dice que se la deja a su nieta, a mi hija? La señora se propinó pequeños golpecitos con el dedo en el pecho.

––¿No conoce la propiedad? ––inquiere el flaco notario contemplándola por encima de sus pequeñísimas gafas.

La mujer movió la cabeza. El hombre, de rostro amarillento y amable, se giró hacia la joven. Ella arqueó los labios. Empujando los anteojos sobre su achaparrada nariz el notario continuó con la lectura.

Al salir de la notaría, Catalina, que por entonces vivía en un pequeño apartamento de la calle Ayala, se despide de su madre y comienza a bajar por la acera.

––Ya hablaremos. No me creo que no supieras nada ––escuchó a su espalda la atiplada voz de la mujer.

Sin volverse, la muchacha levantó la mano y la agitó. Ya en su apartamento, se preparó un sándwich. Lo mordisqueaba recordando la matutina llamada. ¿Cómo iba a imaginar que era para escuchar el testamento de su abuelo, que según siempre le habían contado había fallecido antes de nacer su madre? Sin poderlo evitar, soltó una carcajada. Ahora, resulta que no había muerto, si no que todos esos años había vivido tan tranquilo en La Doña Sol.

Después de ponerse en contacto con el administrador de su recién heredada dehesa al pie de la sierra de Gata, ya casi anochecía cuando montada en su Morris verde, enfiló la carretera de Extremadura hacia La Doña Sol. Era noche cerrada cuando el hombre, que adormilado la había esperado en un antiguo y sucio todoterreno, le abrió la cancela. Luego, con un cansino y renqueante gesto le indicó que lo siguiera. Rodaron entre encinas por un camino de tierra hasta llegar a un bien cuidado edificio con ansias de palacete. El caserón, solo iluminado por la luz azul de la luna, la intimidó. Detuvieron los coches y él, con la gorra en la mano, se acercó a abrirle la puerta de su vehículo.

––Siento mucho la pérdida de su abuelo, señorita Catalina ––ella bajó la cabeza.

Se colocó la gorra y alumbrados por un farol de gas cruzaron el patio de cantos rodados. La última orden que le había dado don Juan fue que la atendiera y la ayudara en todo lo que fuera menester, murmuró mientras caminaban. Se detuvieron delante del portalón. Él abrió una pequeña puerta y al tiempo que encendía candelas, fue guiándola hasta llegar al comedor. Encima de la enorme mesa había una vajilla de plata peruana con queso, fiambres, y rojos tomates empapados de aceite. Al verlos Catalina sintió hambre y se sentó a la mesa. El hombre antes de sentarse a su lado, le sirvió una copa de vino rojo. Mientras comían, Catalina quiso saber cuántas personas trabajaban allí, si había agricultura o ganadería, preguntas a las que le contestaba sin mucha gana. De pronto ella se detuvo. Se volvió hacia él y le preguntó por qué ni su madre ni ella, sabían de la existencia de La Doña Sol, finca que por su tamaño era difícil de ocultar. Luego de retorcerse las manos, el hombre se rascó la coronilla.

––Por los espejos, señorita. Todo es culpa de los espejos.

El primer Juan de Alcántara llegó a Perú acompañando al Virrey Francisco de Toledo, quien como premio a su arrojo y ayuda, le regaló una princesa india a la que Juan llamó Sol. Ella, como presente para su nuevo señor, llevaba consigo dos espejos.

Siglos más tarde, cuando ya anochecido el abuelo de Catalina llegó a Cuzco, se fue directamente a la casa de su anciano tío, descendiente de aquel Juan de Alcántara. El antiguo caserón, de techos altos y puertas de pulida madera, estaba situado en la Plaza de Armas, enfrente del hermoso y chaparro edificio de la catedral. Después de emocionados abrazos, pasaron a tomar una ligera cena durante la cual solo hablaron de la familia española. Más tarde, el recién llegado fue alojado en la mejor cámara de la casa, en una de cuyas paredes, la que estaba frente a los pies de la cama, colgaban dos espejos que, como si fueran una pareja de enamorados, aparecían colgados muy juntos, uno al lado del otro.

––Era la mía. Pero ahora te toca a ti recibir las mejores atenciones ––pronunció emocionado el anciano.

Cansado, nervioso, Juan se quedó dormido nada más meterse entre aquellas sábanas de fino lienzo. Cuando bajó a desayunar su tío ya se encontraba sentado a la mesa. ¿Había dormido bien?, masculló el anciano sin levantar la mirada.

––Sí, tío. Y aquí estoy para comenzar con lo que me encomiende ––la inquietud y el deseo brillaban en sus profundos ojos negros.

No le quiso decir que de madrugada alguien se le había metido en la cama. Que unas sedosa manos le habían acariciado, igual que hacían las de Jacinta allá en España. El anciano, escondiendo sus deslavadas pupilas entre los viejos párpados, parecía sonreír.

Poco a poco, Juan se fue adaptando a la vida en su nuevo país, y de la mano de su tío aprendió a explotar las minas y las tierras y al fallecimiento de este, no solo supo conservar aquel vasto patrimonio sino que lo agrandó. Y cada noche aquella dama de ojos de chocolate y largo cabello negro, volvía a acostarse con él. Una vez tras otra intentó Juan mantener una conversación con la mujer de dorada piel, pero de ella solo salían palabras que no entendía. Decide Juan aprender la lengua de los indios, cosa que a su tío le parece bien. Era bueno entender en su propio lenguaje a los que trabajaban para ellos, dijo con una pícara mirada.

Y así fueron pasando los años. Ya casi tenía cuarenta, cuando recibe una carta de su hermano en la que le pide permiso para enviarle a su hijo Juan. Quiere que le enseñase tal y como habían hecho con él. Y es en ese instante cuando resuelve ser el último Juan Alcántara en Perú. Luego de deshacerse de sus inmensos bienes, ordenó a su hermano que le comprara la mejor y más grande dehesa que pudieran encontrar, adquiriendo de esa manera la finca a los pies de la Sierra de Gata. Y regresó a Extremadura. Con él llegaron los ricos muebles coloniales y los espejos dorados, que al igual que estaban en Cuzco, colgó muy juntos, frente a los pies de la cama.

No mucho más tarde, Juan contrajo matrimonio con una joven, bella y de buenas maneras. Y cuando después de varios meses volvieron de su viaje de novios ––ella embarazada de la que fue su única hija y años más tarde madre de Catalina––, él la llevó a la finca.

––Mariana, a partir de ahora, este será nuestro hogar –––triste, la miraba acariciándole con el pulgar la mejilla.

La primera noche, Mariana apenas pudo descansar. Se sentía incómoda y desconcertada. Él, que durante todo el tiempo había sido un esposo divertido, pendiente de ella y de sus menores deseos, desde que entraron en la casa apenas le había dirigido la palabra. Extrañada de su comportamiento, se acostó en la habitación que le tenían preparada. Luego de esperar en vano su visita, Mariana se levantó temprano. Mientras desayunaba, la criada le comunicó que don Juan había dejado recado de que no volvería hasta la noche. Así, sin casi verse, fueron sucediéndose los días. La joven quiso entender que su estado era el causante del aquel desapego y esperó tranquila. Pero cuando Mariana da a luz una niña, a la que Juan pone de nombre Sol, tampoco se acercó a dormir con ella. Una mañana nada más finalizar su desayuno, la joven decide visitar el dormitorio de su esposo. Totalmente a oscuras entró por primera vez en el cuarto. Descorrió las cortinas y la tibia luz del sol de invierno llenó de sombras la alta cama de madera negra, cubierta con doseles de brocada seda color vino que ocupaba el centro de la habitación. Colgados en la pared frente a los pies, dos antiguos espejos dorados, uno mayor que el otro. Se acercó y vio su imagen ahogándose en el lago del verdoso azogue. Trémula, Mariana bajó la mirada. Dándose la vuelta, sale de la habitación.

Después de cenar aparentemente tranquila, se fue a su alcoba. Allí espera hasta que la noche invade todos y cada uno de los rincones de la casa. Y fue entonces cuando, a oscuras, se dirige hacia la estancia de su esposo. Abre con cuidado la puerta y sin hacer ruido se introduce en la cama. Él, al sentir su tibio calor, se le acerca abrazándola. Mientras la acaricia, murmura a su oído dulces palabras en un idioma extraño. Ella en silencio respondía a sus caricias. Sorprendida, descubre a una bellísima dama de ojos color chocolate, lacio y largo cabello, apoyada en los pies de la cama, que con voz exquisita y susurrante, contesta a aquellas palabras de amor en el mismo idioma que él. De pronto, como si fuera una sinuosa serpiente, comienza a introducirse entre los dos hasta lograr separarlos. Mariana saltó de la cama y ahora era ella la que arrimada a la pared fijaba su espanto en aquella mujer. Cuando ya comenzaban los primeros rayos de la madrugada, y la luna se iba escondiendo, la mujer, de nuevo como una serpiente, se deslizó por la cama hasta hundirse en el espejo.

A la mañana siguiente, ella y la niña desaparecieron de La Doña Sol sin que él fuera nunca a buscarlas.

© Malena Teigeiro

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