Cuando ella, educada en un colegio de monjas, vio aquel
escote en forma de pico, que llegaba hasta la cintura, y la sonrisa maliciosa e
inocente a la vez, que aquella jovencita le dedicaba a su marido, estuvo a
punto de gritar, pero se contuvo. Estaba celosa, muy celosa, pero por nada el
mundo dejaría que se lo notasen. Vio iluminarse los ojos, siempre tristes y
apagados, del hombre con el que vivía desde hacía más de treinta años, al mirar
aquel escote perfecto y los pechos redondos y rosados que se insinuaban.
Se sentía humillada en lo más hondo, traicionada, arrojada
del paraíso donde era la única Eva. Quiso compararse y, razonaba para sí: soy
una mujer más alta, más culta y más elegante que ella; voy a exposiciones y
estoy al tanto de las últimas tendencias en pintura, escultura… He leído a los mejores autores, ella seguro
que no ha leído un libro entero en su vida. He sido siempre fiel, aunque no me
han faltado ocasiones. He sido buena con él. No tendrá quejas de mí, sin
embargo, basta un escote de pico…
Luego, comenzó a flagelarse: la culpa es mía, reconoció. No
soy elegante, en realidad, soy un poco cursi vistiendo y además anticuada.
Recordó los vestidos oscuros con cuello blanco, un tanto monjiles, que se
llevaban hacía veinte años y que, aún tenía en su armario. En cambio, no
recordaba la última vez que habían sentido atracción sexual el uno por el otro. Le entraron unas ganas tremendas de competir
con aquella chiquilla, pariente lejana, que acababa de llegar del pueblo.
─Dime, Cristina, ¿Dónde has comprado el vestido con ese
escote de pico tan fascinante?
─Nos vamos de compras ─le dijo al marido, que las miraba
sin comprender. No nos esperes para cenar.
©
Socorro González-Sepúlveda
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