lunes, 13 de junio de 2022

Malena Teigeiro: Lazos, calcetines y etiquetas

 



Con sus pequeños y apurados pasitos, Rosa llega a la cafetería donde tiene costumbre de merendar con sus amigas. El regocijo de tener algo que contar, le alegran sus desvaídos ojos, antaño de un azul intenso. Carmen, Mercedes y Rita, aburridas, le muestran su asiento. Mi vecino ha regresado, dice dejándose caer en la silla. Carmen, Mercedes y Rita elevan las cejas. Se ve que él tenía que trabajar y ha dejado a su mujer y a sus cuatro hijos, verdaderos demonios, en la playa. ¡Pobres abuelos! Un café con leche y una tostada, pide al camarero desabrochándose los botones de la chaqueta de su traje. Sí. Sí, chicas. A mí me parece lo mismo. Según me cuchicheó el portero pasan las vacaciones en la casa familiar de los padres de ella. Aunque eso no lo sé a ciencia cierta y como el portero es tan cotilla, pues a lo mejor no es verdad. Dándole las gracias al camarero, recoge la tostada y le da un mordisquito. Nada me gusta más que el olor a mantequilla, rumia sin dejar de masticar. Pues veréis, y para haceros en cuento corto, como ya comienzan los peques el colegio, fui a la mercería de Pontejos a comprar cintas para los lazos del pelo de mis nietas, etiquetas para marcar la ropa, y calcetines. Eso fue el sábado. Pues el domingo, nada más levantarme, me senté en el balcón con mis cintas y mi costurero. ¡Ay!, cada día hacen peor el café. ¿No os parece? Yo creo que tendríamos que decir algo. Lo cierto es que tenías razón Rita, desde que todo lo hacen las máquinas, ya nada es lo mismo. Bueno, pues sigo, estaba formando las lazadas, cuando vi al vecino. Vive en la casa de al lado, en un primer piso con una terraza, bastante grande, la verdad. Debe pensar que en vez de una terraza tiene un jardín en el Caribe. Si no, no se entiende. Veréis. Además de un tresillo y un comedor, ha colocado en un macetón una palmera alta, grande. Es bonita. No hay por qué decir otra cosa. Luego en otras más pequeñas, a juego con la grande, ha plantado otras palmeras pequeñitas, que cuando le crezcan a ver dónde las coloca. ¿No os parece? Carmen, Mercedes y Rita, suspiran, cómo no van a entenderla. Pues animada por los gestos, Rosa continúa. También tiene tiestos con caléndulas, petunias, begonias, y hiedras. Salvo la palmera, las flores, como podían ver, eran normalitas. También ha colocado dos sombrillas, una chimenea abierta para poder charlar calentitos por las noches, y una fuente de varios caños, de esas que reciclan el agua y están siempre funcionando. ¡Ah!, y varios sofás. Lo cierto es que varias veces he estado tentada a denunciarlo al Ayuntamiento, porque como duermo bastante mal, el ruidito de los chorros me pone nerviosa. En fin, que solo le faltan los guacamayos.

Yo no quería entretenerme mirándolo, porque tenía que estar todo terminado para que las niñas fueran al colegio el lunes. Pero no me pude contener, y volví a mirar hacia la terraza del vecino.

De pronto lo vi aparecer. Iba en pijama, era de rayas rojas azules y blancas. ¡Vamos!, de los de toda la vida. Veréis: Llevaba el pelo revuelto, quizá un poco largo, y una taza de café en la mano, de esas que se usan ahora que nunca recuerdo como se llaman. Un mug, oye a Rita. Pues eso, un mug. Como decía, salió a su terraza y se la encontró como la encontraríamos cualquiera después de veinte días de estar cerrada. Todos los pájaros de los árboles de alrededor habían ido a beber a su fuente, y las hojas de la última tormenta del verano habían decidido que aquel era el más hermoso lugar para enterrarse. Él miró al suelo y algo dijo que no entendí. Pero por las maneras parecía que no estar muy contento. Entró en la casa y volvió a salir ya sin pijama y sin café en la mano. No mujer, no iba desnudo. Eso no. Las carcajadas de las amigas hicieron que algunos clientes volvieran la cabeza hacia su mesa. Ahora se había puesto un pantalón corto y una camiseta de algodón azul. Parecía un limpia piscinas de película americana. Porque él es guapo. Muy, muy guapo. Y ese moreno dorado tan bonito que se le pone a uno en la playa, le sienta genial. Aunque la camiseta que llevaba no era como las de los americanos, la de él tenía un poquito de manga. A mí estas me parecen bastante más elegantes. Me di cuenta de que si seguía mirando no iba a terminar los lazos a tiempo. Dejé el que tenía terminado en una cajita y corté otro trozo de cinta de grogren azul marino. De pronto escuché un ruido que me obligó a volver a mirar. El hombre comenzó a arrastrar muebles, macetas y sombrillas, colocándolas todas juntas a un lado. Luego sacó la manguera y regó las blancas losas. Después, de forma incomprensible, porque cualquiera de nosotras lo hubiera hecho al revés, comenzó a barrer, con lo que el polvo y la tierra mojados empezaron a dibujar hermosas líneas marrones. ¡Fue tal cual lo cuento! En fin, que cuando recogió todas las hojas y papeles que habían volado a su terraza, lo vi que miraba el suelo rascándose la cabeza. Al levantar el brazo se le marcaron todos los músculos. Sin darme cuenta me pinché. Dejé el lazo y mientras me chupaba el dedo, como no podía hacer otra cosa, volví a mirar. He de decir que el hombre tiene una buena figura. Y las piernas muy largas. Guiñó un ojo con picardía. Sí, muy largas. Él echó una mirada alrededor y volvió a entrar en casa.

Poco después apareció llevando un cubo y una fregona. Esta vez se había calzado unas sandalias de esas que llevan los alemanes. ¡Qué horror!, exclamó Carmen. Pues te digo que en sus pies no quedaban tan mal. Y comenzó a pasar la fregona. Con aire, no diré que no. Debe de haberlo hecho muchas veces. Nosotras nunca se lo hubiéramos consentido a nuestros maridos, pero se veía que a él sí, porque de vez en cuando cambiaba el agua del cubo. Pues como os decía, el hombre pasó con esmero la fregona. Y cuando entendió que había llegado al final, se quitó las sandalias, y con el cubo en la mano se iba de puntillas hasta la puerta de lo que debe ser la cocina. Por ahí veo yo muchas veces a una señorita con un uniforme blanco. ¡Ya nada es como antes! Antiguamente las cocineras llevaban otro tipo de batas, pero ahora con eso de los pantalones, nada es lo mismo. Pues como iba diciendo, se puso de puntillas y comenzó a atravesar la terraza, hasta que, como no podía ser de otra manera, resbaló y se cayó. El agua sucia se desparramó de nuevo por las blancas baldosas. El hombre, agarrándose la cadera se levantó. Echó una mirada al suelo y llevándose las manos a la cabeza, a esa cabeza que parece tallada por Miguel Ángel, gritó: JODER. Cualquiera de nosotras nunca hubiera dicho eso. Otra cosa como ¡Vaya por Dios! ¡Qué rabia! ¡Parezco tonta!, sí. Pero joder… Nunca. Y entonces, hizo algo que tampoco hubiera hecho ninguna mujer que se precie. Recogió la fregona, el cubo, se puso las sandalias, colocó todo lo que había arrumbado en su sitio y entró en la casa.

No había pasado ni media hora cuando volvió a salir. Se tumbó bajo la sombrilla e imagino, porque ya no le veía más que los pies. Se debió poner a leer o quedarse dormido. Eso no lo sé. Puede que hablara por teléfono. El caso es que el agua sucia se secó sobre las hermosas baldosas de su caribeña terraza.

Me molestó tanto esa dejadez, que cerré la ventana y seguí haciendo lazos. La verdad es que cuando me fui a almorzar, no me había cundido nada la mañana. Esto de hacer lazos es algo de lo más lento y delicado. Y todavía me quedaba por coser todas las etiquetas. No sé. Estoy últimamente demasiado lenta. Se ve que me he hecho mayor, porque antes, todo esto lo hacía yo en un periquete.

© Malena Teigeiro

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