viernes, 29 de julio de 2022

Cristina Vázquez: Acuse de recibo

 



Recibí un acuse de recibo de Correos. Torcí el gesto pues odio hacer esas gestiones que yo llamo pierdetiempo. Al llegar a la oficina indicada te enteras de que hay que coger un número ya ha pasado un buen rato. Luego acertar con lo que te ofrece la máquina: reclamaciones, extranjero, devoluciones, giros, envíos…Yo quería que pusiera desesperación, aburrimiento, ira y cuando por fin te decides, observas a dos que te empujaban al entrar ya saliendo.

Cuando mi número parpadea me enfrento a ser recibido por un adusto funcionario, pero me encuentro a una joven nerviosa y sonriente.

—Es mi primer día —me confiesa con carita de ardilla espabilada.

Me conmueve. Soy un hombre maduro, digo maduro porque me parece literario, porque soy más bien viejo. Un sesentón solitario y gruñón, pero esta joven casi niña, me despierta una nostalgia de una posible paternidad que nunca fue.

Le entrego mi acuse de recibo con la sonrisa lo menos lobuna que alcanzo a componer. Sé que mis grandes y oscurecidos dientes a veces asustan. La joven ardilla parpadea con un temblor de mañana sin estrenar, tan tierna. Desaparece y vuelve con un paquete voluminoso que le   obligada a estirar el cuello para poder ver. Pobres vertebras, esos frágiles huesecillos.

—Pesa mucho —resopla a modo de disculpa.

El paquete, envuelto en un plástico que deja entrever un viejo envoltorio de papel de estraza, está ennegrecido. Paso un dedo por la superficie y dejo un rastro polvoriento. Diminuto baboseo de gusano. Oigo decir a la joven ardilla que estos eran paquetes perdidos en diferentes centros y que el servicio de Correos, en un esfuerzo de modernización, los ha recuperado para sus destinatarios o descendientes.

—Respira guapa, respira —le digo con mi sonrisa abierta, descuidada, y ella se pasma en una expresión asustada.

Me despacha con prontitud y un cierto nerviosismo en sus inseguras y rosadas manos que no puedo dejar de mirar, igual que delicadas rosas, tiernas, apetitosas… ¿saladas o dulces?

—Gracias señorita

¡Otra vez!, me digo para mis adentros y compongo un gesto neutro que me permita deslizarme entre la gente con disimulo. Sé que parezco un ladrón con un juguete robado bajo el brazo. Me acompaña la duda del sabor de sus infantiles manos.

En el piso interior, un poco oscuro, en el que vivo desde que mi madre tuvo a bien morirse me preparo una tajada de carne roja y un vaso de vino agrio bien repleto. Me gusta el vino agrío. Y abro el paquete.

Son cartas amarillentas atadas con una soga. Parece más una soga que una cuerda y una cuartilla estropeada escrita con mala letra. “Para aquel descendiente al que llegue, que sepa que no tiene culpa ni salvación. Lo escribo yo, Jacinto Gracián El Estrangulador del Ferrocarril, a instancias de mi compañero de celda Francisco El Piernas.”

Me río por lo bajo. Esto iba a ser mejor que cualquier película de terror de esas en blanco y negro o de las de ahora, que, aunque son más difíciles de entender, con los colores se ve todo más real.

Empiezo a leer las cartas que había escrito el pariente ese antes de que le colgaran, que ni sé quién es ni me importa, y que, arrepentido o no, quería contar sus crímenes. No tienen ningún interés y encima le pillaron. Valiente mamarracho.

No se me va de la cabeza las manitas rosadas, tan tiernas, apetitosas, de la ardillita lista de Correos. Mira el reloj y chasquea la lengua. Hoy ya se me ha hecho tarde.

© Cristina Vázquez

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