Nada sabía Lucrecia del pueblo de su madre, y mucho menos de Antonia, su tía, hasta que un domingo por la mañana recibió la llamada de don Servando. Era para anunciarle el fallecimiento de su desconocida tía, y para comunicarle la hora y el día del funeral que se iba a celebrar. Así mismo, le dijo que ella era su única heredera.
En aquella iglesia, pequeña, lúgubre como una catacumba, además de don Servando, el párroco, que oficiaba el funeral, solo estaban ella y su esposo Carlos. Era ya noche cerrada cuando finalizada la ceremonia, se dirigieron a la fonda en donde se alojaron. Allí, y mientras cenaban, el hombre que les atendió, miraba a Lucrecia con bastante insistencia. De pronto le dijo que era igual a la fallecida doña Antonia. Con desparpajo, se sentó a la mesa del matrimonio y sin ningún pudor les contó que la señora había vivido sus últimos años en una residencia y que su casa, situada en la plaza Mayor, llevaba cerrada muchos años. También les dijo que su patrimonio había estado bien vigilado por don Servando, y que él era el que tenía la única llave de la casa.
A la mañana siguiente, el párroco se acercó a la fonda. Al entregarle la carta que le había dejado en custodia la difunta, le anunció que heredaba tierras, casas, bonos y dinero en corrientes. La joven la abrió sin esperar. En ella doña Antonia le ordenaba que fuera ella, y solo ella, quien levantara la casa, y que cuando se encontrara a solas en su dormitorio, abriera la puerta central del armario. Volvió a meter el pliego en el sobre sin mucho interés. Lo sentía, dijo, pero al día siguiente los dos tenían que trabajar. Que en cuanto terminaran el desayuno, volverían a su casa y que cuando tuvieran un fin de semana libre volverían. Don Servando, elevando las cejas, sacó un papel del pecho. En él estaban los datos de los albaceas de su tía abuela Antonia, dijo calándose la teja.
Pasaron casi seis meses cuando, a requerimiento del albacea, el matrimonio aparcaba delante del negro y tétrico portalón de la casona. Allí, paseando por delante del chaparro caserón de piedra y ladrillo viejo, sin apenas ventanas, les esperaban el abogado y don Servando. Él era el único que podía entrar en la casa, dijo mostrando la llave.
Entre risas nerviosas la joven introdujo la llave de hierro, más larga que su mano en el careado agujero. Al abrir la puerta, una nube de polvo y telarañas los recibieron. Sorprendidos, advirtieron que los escasos muebles que había, viejos, grandes, pintados casi todos de negro, no se correspondía con la riqueza de aquella mujer.
––Imagino que están pensando que han robado en esta casa –el párroco le colocó a la joven la mano encima del hombro.
––Si parece que un ladrón haya espulgado cada rincón, llevándose cualquier cosa que pudiera tener un poco de valor ––respondió Lucrecia.
––Pues no. Ella era así. Antes de irse a la residencia llenó cajones, baúles y maletas que están depositados en un guardamuebles. Aquí está la relación de bultos y los recibos.
––De eso en el despacho no se tiene conocimiento ––exclamó sorprendido el abogado.
El cura abrió una cartera y sacó un abultado sobre, que, rápido, Carlos recogió antes de que lo hiciera el albacea, y que frunciendo las cejas, entregó a su mujer. Siguieron recorriendo la casa hasta llegar a una puerta cerrada con llave. Era su habitación, musitó don Servando al tiempo que se persignaba. De ella nadie tiene llave, susurró. Carlos se volvió hacia él. Luego se giró, y de una patada, la abrió. Cuando después de descorrer las cortinas la luz entró en el cuarto, aparecieron ante ellos limpias tapicerías de floreadas cretonas y papeles infantilmente pintados. Entre los muebles lacados en blanco y dorado, una lujosa casa de muñecas se mostraba orgullosa encima de la estantería llena de cuentos. Lucrecia se acercó, y sonriente, se asomó a una de las ventanas. Pequeños muñecos de pálida y hierática porcelana, la miraron con fijeza. Se giró y siguió a Carlos que entraba en un gabinete en donde un lavabo de craquelada porcelana, mostraba en sus laterales unas toallas. La otra pared estaba cubierta por el armario. Todas sus puertas eran espejos al que los años habían marcado el azogue como si moscas y arañas se hubieran entretenido paseando por su lago. Lucrecia sintió que algo la empujaba hacia aquellos profundos espejos. En el sobre está la llave, escuchó la voz del párroco. Inquieta, lo apretó. A través de los papeles sentía la dureza del pequeño hierro. Con las manos sudorosas, giró la pequeña y dorada llave y abrió la puerta. Un fuerte perfume a jazmín invadió la estancia. Vestidos de seda y terciopelo de pálidos colores lo llenaban. La joven que los hubiera usado debió de haber asistido a muchas fiestas, murmuró a su esposo mientras acariciante, pasaba los dedos sobre aquellas telas. En el fondo del armario, perfectamente colocadas, cajas de sombreros y zapatos. Sobre una de ellas se encontraban unas sandalias doradas. A su lado, atadas con un cordel, había un lote de cartas, viejas, amarillas. Aquello era lo que su tía quería que viera, pensó.
Con el paquete en la mano se dirigió hacia una mesita redonda en donde sin duda había jugado algún niño. Sin limpiar la silla, se sentó. Colocó el paquete de cartas encima de la mesa, y desató la cinta, en otro tiempo roja. Una a una las fue separando. Algunas se deshicieron convirtiéndose en polvo que se mezclaba con el que iluminaba el sol. Otras, parecían estar regadas por lágrimas que casi habían borrado la tinta. Todas eran las cartas de un amante. La última, permanecía en un sobre sin abrir con la dirección escrita en tinta roja. Al cogerla, sintió como si una descarga eléctrica le recorriera la espalda. Con ella en las manos, pidió que todos salieran de la habitación. Cuando escuchó el sonido del resbalón, cerró los ojos. Cada vez era mayor el peso de aquella carta que no se atrevía a abrir. Unas turbias carcajadas invadieron sus oídos. Abrió los párpados y las risas se detuvieron. Había algo diferente en la habitación. Ya no entraba el sol y le pareció que ráfagas de noche recorrían las paredes. De pronto, las risas, más fuertes que antes, como un tornado, la empujaron hasta la cama. En un lado todavía se encontraba la liviana huella de un cuerpo, y en el otro un sonriente y bellísimo joven la animaba a tumbarse. Lucrecia sintió que casi no podía sostener el sobre que todavía llevaba entre las manos. Bajó la mirada hacia él. La tinta roja, como si fueran las gotas de sangre de una herida, resbalaba de los rasgos que en ese instante tenían escrito su nombre.
Pálida, desencajada, luchando contra la fuerza que la empujaba hacia la cama, la muchacha abrió la puerta. Aire, aire limpio. Necesito aire limpio y sol. Lucrecia como si fuera una marioneta a la que dejaran de tirar de los hilos, cayó al suelo. Carlos sacó de la casona el exangüe cuerpo de su esposa, mientras las risas y aullidos los perseguían. Empujado por don Servando, Carlos entró en la casa parroquial, en donde entre rezos y bendiciones, la acostaron en una cama de tiesas y frescas sábanas. Al pie de la cama, Carlos y don Servando la vigilaban. De pronto, como si solo hablara para sí, el párroco comenzó a hablar de las artes nigrománticas que doña Antonia había adquirido de un joven que llegó de la capital y que se había quedado a vivir con ella. “El diablo, hijo mío. Era el mismo diablo.” Aquella noche los dos se quedaron a dormir en la casa del párroco.
La luz de las llamas se mezclaba con la blanquecina del amanecer cuando los despertaron. Al llegar delante de la casona, se encontraron a los vecinos contemplado silenciosos el incendio. Nadie intentara sofocar las llamas. Apoyada en la pared de la iglesia, Lucrecia miraba cómo las llamas hacían explotar los cristales, mientras una larga y estrecha sombra se retorcía entre las nubes de humo.
Años más tarde Carlos le confesó que mientras ella descansaba en la rectoría, don Servando le había convencido para que le prendiera fuego al caserón. Solo así conseguirás que el maligno no se lleve a tu mujer, le dijo entre brumas de alcohol.
© Malena Teigeiro
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