lunes, 11 de julio de 2022

Socorro González-Sepúlveda Romeral: Boda clásica

 


                      

 La boda fue rumbosa, duró todo un día y parte del día siguiente con la tornaboda, para los familiares más cercanos. Unos días antes, la novia había expuesto el ajuar: docenas de sábanas bordadas, manteles de hilo, tapetes, colchas de seda, peinadores, mañanitas y muchos camisones con lazos de satén. Este lujoso ajuar era el fruto de muchas horas de trabajo  de la novia, de sus hermanas  y de dos bordadoras  afamadas, que se dedicaron a él durante año y medio, justo el tiempo que hacía que se habían prometido los novios.

Pasaron por la exposición todas las mujeres del pueblo.  Las chicas casaderas miraban todo con envidia, las mayores con nostalgia.

─ ¡Qué pena de ajuar! Se pondrá amarillo en el baúl, nadie lo estrenará ─dijo la tía Valentina, una viejecita que pedía por las casas y, que se coló de rondón en la sala donde exponían.

─ ¡Vete, Valentina, vete! Toma pan con aceite y vete. No digas más desatinos ─le dijo una de las hermanas.

─ ¡Vino quiero y no aceite! ─dijo riendo la vieja, enseñando una  boca sin dientes.

La semana antes de la boda, murió sin haber estado enfermo, el abuelo de la novia. Un hombretón fuerte como un roble, que cuidaba de un rebaño de ovejas. También se desgració la yegua y hubo que sacrificarla. Nadie vio malos presagios ni en esto ni en la tormenta de la víspera, cuando el cielo se ennegreció, y de repente, se oyó un tañido agónico de la campana de la torre cuando un rayo partió la veleta. Luego llovió con tal fuerza  que las calles parecían ríos desbordados y todo el pueblo se quedó a oscuras.

─Qué bien se respira después de una tormenta ─dijo la novia, pero aun así durmió muy poco y se levantó temprano para despedirse a solas, sin testigos, de la casa donde siempre había vivido desde su infancia.

Acarició los muebles de la alcoba con la mirada. Salió al patio y miró las plantas por última vez, era ella quien las regaba y quitaba las hojas secas cada mañana. Salió al corral, a pesar de la hora, el gallo y las gallinas picoteaban cerca del gallinero. Entró en las cuadras, el criado ensillaba los caballos…

─ ¡No puedo, no puedo! Voy a casarme, no puedo huir contigo. ¡Perdóname!

Él volvió la cabeza, para que no viera sus lágrimas y, sin mirarla, desapareció por el pajar.

─Qué haces aquí tan temprano ─dijo su madre entrando. ¡Estás tiritando!

 La  arropó con su toquilla y, abrazándola la condujo a la cocina donde el ama había preparado café para todos.

Luego, vinieron  las amigas para ayudar a vestir a la novia, era la costumbre. Una a una le fueron poniendo las prendas, todas blancas, de satén las más íntimas, de seda bordada el vestido, de tul el velo. Todo traído por el novio desde París.  Él era un indiano que le doblaba la edad. Un hombre curtido por el trabajo y el sol de América, fuerte, alto y, sobre todo, muy rico.  Era amigo de sus padres. Se declaró por carta y vino una sola vez antes de la boda para conocerla, no obstante, se enamoró de ella nada más verla, tan hermosa y sencilla la encontraba.

─Te ofrezco todo mi cariño y prometo hacerte feliz ─le dijo. ¿Qué me contestas?

─Tengo que consultarlo con mis padres…

Él sonrió, ya sabía la respuesta.

  Cuando se vio  reflejada en el espejo no se reconoció de lo elegante y guapa que estaba, pero vio sus ojos asustados y su cara muy pálida. Sentía miedo, miedo a lo desconocido, miedo a dejar a su madre y sus hermanas, miedo a entrar en el mundo de los adultos. Luego, bajo la mirada hasta su vientre y lo acarició con sus manos. Nadie lo sabía, era el secreto que se llevaría a América. El fruto de su amor escondido a todos. Ni su madre ni su ama llegaron nunca a sospecharlo. Ella lo quería mucho, pero también quería a sus padres y hermanos más pequeños y, a aquella casa y aquellas tierras, que habían sido de sus abuelos y ahora estaban en peligro.

Frente al altar, muy pálida, juro fidelidad y dio el sí a su prometido, fue sincera  en  este momento solemne, aunque interiormente suplicaba: ¡Perdóname, perdóname!

 

© Socorro González-Sepúlveda Romeral

 

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