Pasaron por la exposición todas las mujeres del
pueblo. Las chicas casaderas miraban
todo con envidia, las mayores con nostalgia.
─ ¡Qué pena de ajuar! Se pondrá amarillo en el baúl, nadie
lo estrenará ─dijo la tía Valentina, una viejecita que pedía por las casas y,
que se coló de rondón en la sala donde exponían.
─ ¡Vete, Valentina, vete! Toma pan con aceite y vete. No
digas más desatinos ─le dijo una de las hermanas.
─ ¡Vino quiero y no aceite! ─dijo riendo la vieja, enseñando
una boca sin dientes.
La semana antes de la boda, murió sin haber estado
enfermo, el abuelo de la novia. Un hombretón fuerte como un roble, que cuidaba
de un rebaño de ovejas. También se desgració la yegua y hubo que sacrificarla.
Nadie vio malos presagios ni en esto ni en la tormenta de la víspera, cuando el
cielo se ennegreció, y de repente, se oyó un tañido agónico de la campana de la
torre cuando un rayo partió la veleta. Luego llovió con tal fuerza que las calles parecían ríos desbordados y
todo el pueblo se quedó a oscuras.
─Qué bien se respira después de una tormenta ─dijo la
novia, pero aun así durmió muy poco y se levantó temprano para despedirse a
solas, sin testigos, de la casa donde siempre había vivido desde su infancia.
Acarició los muebles de la alcoba con la mirada. Salió al
patio y miró las plantas por última vez, era ella quien las regaba y quitaba
las hojas secas cada mañana. Salió al corral, a pesar de la hora, el gallo y
las gallinas picoteaban cerca del gallinero. Entró en las cuadras, el criado
ensillaba los caballos…
─ ¡No puedo, no puedo! Voy a casarme, no puedo huir
contigo. ¡Perdóname!
Él volvió la cabeza, para que no viera sus lágrimas y, sin
mirarla, desapareció por el pajar.
─Qué haces aquí tan temprano ─dijo su madre entrando.
¡Estás tiritando!
La arropó con su toquilla y, abrazándola la
condujo a la cocina donde el ama había preparado café para todos.
Luego, vinieron las
amigas para ayudar a vestir a la novia, era la costumbre. Una a una le fueron
poniendo las prendas, todas blancas, de satén las más íntimas, de seda bordada
el vestido, de tul el velo. Todo traído por el novio desde París. Él era un indiano que le doblaba la edad. Un
hombre curtido por el trabajo y el sol de América, fuerte, alto y, sobre todo,
muy rico. Era amigo de sus padres. Se
declaró por carta y vino una sola vez antes de la boda para conocerla, no
obstante, se enamoró de ella nada más verla, tan hermosa y sencilla la encontraba.
─Te ofrezco todo mi cariño y prometo hacerte feliz ─le
dijo. ¿Qué me contestas?
─Tengo que consultarlo con mis padres…
Él sonrió, ya sabía la respuesta.
Cuando se vio
reflejada en el espejo no se reconoció de lo elegante y guapa que
estaba, pero vio sus ojos asustados y su cara muy pálida. Sentía miedo, miedo a
lo desconocido, miedo a dejar a su madre y sus hermanas, miedo a entrar en el
mundo de los adultos. Luego, bajo la mirada hasta su vientre y lo acarició con
sus manos. Nadie lo sabía, era el secreto que se llevaría a América. El fruto
de su amor escondido a todos. Ni su madre ni su ama llegaron nunca a
sospecharlo. Ella lo quería mucho, pero también quería a sus padres y hermanos
más pequeños y, a aquella casa y aquellas tierras, que habían sido de sus
abuelos y ahora estaban en peligro.
Frente al altar, muy pálida, juro fidelidad y dio el sí a
su prometido, fue sincera en este momento solemne, aunque interiormente
suplicaba: ¡Perdóname, perdóname!
© Socorro González-Sepúlveda
Romeral
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