jueves, 29 de septiembre de 2022

Cristina Vázquez: ¡Anda y que les den!

 



Tenía la mesa puesta desde las cinco de la tarde para celebrar esa noche su cumpleaños. ¿Cuántos? No tantos, se dice mientras se quita unas horquillas del pelo. Se mira en el espejo como si no quisiera verse. Asoma algo en el brillo de sus pupilas que a ella misma siempre le asustaba.

—Qué le voy a hacer si así me han hecho.

Y se da un tirón fuerte del pelo para desenredárselo. Se apoya con las manos sobre el mármol de la encimera, aprieta los labios y en voz baja, igual que si alguien la escuchara afirma.

—Solo he defendido mis derechos.

Mira el reloj. Los había citado a las ocho para tomar una copa de champagne antes de cenar. Un champagne francés excelente. No quiere fallar en nada. Esperaba que todo resultara cuidado y bueno, que ellos comprendieran que sabía valorar y darle buen uso a lo que le había tocado. Porque las cosas de la suerte son así. Y no dijeron más que mentiras contra ella. Al fin y al cabo, eran su familia, sus seres queridos, más bien los de él, pero le debía eso a Juan, que seguro hubiera aprobado todas y cada una de sus acciones.

También lo hizo por su hija. Ella ahora… ¡Uff! Cómo le apretaban los zapatos de charol que se acababa de comprar. Ahora, Marga, su querida hija no quería nada. Nada le importa, todo eran antiguallas graznaba, y además, se había largado a vivir a otra casa.

—Hasta que me pueda ir a Tombuctú o a Sebastopol —le soltó al irse de muy malas formas.

Por más que le había querido hacer ver claro que las cosas, los bienes, hay que preservarlos y cuidarlos, la niña, como era tan moderna venga a afearle que les quitara a sus tías lo que había sido de su madre, de su familia.

—¿Es que yo no soy familia, tú no eres nieta, tu padre no era hijo? ¿O qué?

Al recordarlo ahora, mientras se intenta apretar un tramo más el cinturón, le parece que su hija estuvo muy dura con ella. Claro estos jóvenes que lo han tenido todo tan fácil no saben lo que cuesta ganar dinero, tener respetabilidad, hacerse un hueco. Y eso que nunca le había contado cómo fueron sus primeros años con esa empingorotada familia. Cuando su Juan la presentó la miraron igual que si fuera un muñeco de feria robado por ahí, en cualquier puesto. Nunca se le olvidará la primera comida. Se suelta el cinturón, lo único que conseguía era marcar más las chichas de la cintura. Qué lástima envejecer.

Lo hicieron aposta. La suegra era una víbora, siempre con el gesto de asco como si todo le oliera mal y más fría que un bidet. Nada le alteraba excepto el tema político o un mal matrimonio o salida de pata de banco, como le gustaba repetir, de algún conocido de su misma estirpe o clase. Otra de sus frases preferidas era: Los jóvenes se creen que por casarse mal van a ser más felices. Y le dedicaba una miradita de hielo. Sí, de hielo, porque la vieja parecía que solo hubiera mirado el desierto ártico o antártico, nunca supo cuál estaba al norte o al sur. Ya da igual.

Busca unos pendientes, los de aro con turquesa o los de perla. Se prueba uno en cada oreja para ver cuál le favorece más. Recuerda cuando se los regaló Juan. Bueno sí era, pero tonto también. Se deleitaba tomando el té con su mamá y a ella que le dieran. Al salir, resumía con exactitud notarial las correcciones, que no levantara el dedo, que antes la leche que él té, o el té que la lecha, no se acuerda, que no mojara la tostada…

¡Anda y que les den!

Cómo se pusieron. De todo. La llamaron de todo, entrometida, ladrona… En fin, prefería no recordarlo porque había sido muy desagradable y no se cortaron un pelo en tirar al suelo la última pieza, la preciosa sopera de la famille verte que le tocó.

Por fin las perlas, los aros con turquesa eran un poco llamativos y esta noche, quiere que todo sea discreto, con chic, como le gusta decir a la cursi de Fuencisla, la cuñada mayor, la que se cree la sacerdotisa de los recuerdos familiares. Vaya cara se le puso cuando embaló las vajillas. Los ojos se le salían como dos serpientes enfurecidas.

Mira el reloj. Las siete y media. Se va a la cocina a meter el champagne en el congelador la última media hora. Juan lo hacía siempre. Tonto era, pero en estas cosas no le ganaba nadie. Y ella hoy, en la cena de reconciliación, eso había puesto en el tarjetón para invitarles, quería que no pudieran echarle en cara no saber apreciar lo bueno y poner una mesa ad hoc. Eso también lo decían Fuencisla y Juan. Las dos vajillas mejores y una mesa elegante que había copiado exactamente de una revista francesa. Vuelve a mirar el reloj. Ya son las ocho y se inquieta.

A las diez y medía casi se ha terminado ella sola la botella. No van a venir, ni siquiera su hija. Mira la mesa con ojo apreciativo. Mañana recogerá y volverá a guardarlas hasta el año próximo. A ver si vienen. Después de siete años ya podían haber olvidado.

¡Anda y que les den!

© Cristina Vázquez

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