Hoy me quedé
pensando en la belleza escondida de las casas abandonadas y recordé el desván
de mis abuelos, donde en un rincón aún está envuelta, con la lona verde de lo
que fue una tienda de campaña, mi primera bicicleta. La que me trajeron los
Reyes Magos cuando tenía siete años. Recuerdo aquella mañana en la que pedaleaba
tan contento porque mi hermano mayor sujetaba el sillín para que no me fuera a
caer. Las nubes lloraban a ratos, ni cuenta me daba. Que no tuviera miedo, me
decía.
Hoy me quedé
pensando en los huesos de fray Escoba, en las tetas de novicia ¡qué ricas!, llevaban
anís, en las pelotas de frailes, en los mantecados hojaldrados de aquel
convento de monjas al que mi madre llevó huevos para que no lloviese el día de
mi boda. Los dulces los subían por el torno. Más de una vez, además del dinero,
yo les dejaba gorriones, y eso que en aquel entonces no sabía que a estos
pájaros curiosos y vivarachos, Galdós los comparaba con el jolgorio de los
niños.
Hoy me quedé
pensando que acabo de cumplir cien años. 100 años. Mi bisnieta ha puesto esos
números que sirven de velas en la tarta que me ha hecho, que no es comprada,
especificó. Y me quedé prendado de esos dos ceros, como si fueran dos ojos que
me vigilaran para que no repitiera las travesuras cometidas a los siete.
Lamenté no
tener la bicicleta a mano para frenar contra la tapia del castillo, o tal vez
irme hasta el río a tirarle piedrecillas a los salmones que venían a desovar, o
mejor aún, repetir la proeza de lanzar tan fuerte la pelota en aquel partido de
fútbol que dio de lleno en la cabeza del alcalde. Lo dejó inconsciente durante
unos breves minutos.
Suspiré.
Cuando no
hay vuelta atrás de poco sirve el lamento.
© Marieta Alonso Más
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