martes, 13 de septiembre de 2022

Malena Teigeiro: Secretos de una mesa de aniversario

 



Cuando Mariola extendió con fuerza el mantel, la tela formó una gran pompa sobre la mesa. Todavía con las puntas de la tela en la mano, se quedó mirando cómo, poco a poco, discusiones, tiranteces, perfumes y sinsabores iban saliendo a través de los agujeros que formaban los ya muy lavados hilos.

Ella era la pequeña y seguía viviendo en la casa de sus padres. Cada novio o pretendiente que les había presentado, doña Marcita, su madre, torcía el gesto. Al principio decía que era demasiado joven y no sabía darse cuenta del mal aspecto de su pretendiente. Luego, que tuviera cuidado, que debía elegir bien y que los hombres tan guapos, siempre, siempre, y levantaba amenazadoramente el dedo, hacían infelices a sus esposas. Otro no le pareció oportuno porque, según ella, su familia no era de las de toda la vida. Y por último, una mañana que no hacía mucho sol, le gritó que si lo que quería era agarrarse a cualquier par de pantalones que pasearan por delante de su puerta, pues, adelante. ¿Pero es que no se daba cuenta de que iban por el dinero que algún día heredaría? Llevándose la mano a la frente, la contempló con lástima. ¡Ay, Señor!, exclamó. Y poniendo buen cuidado de caer correctamente, se derrumbó sobre el sofá.

Cuando ya el mantel se posó sobre la mesa de caoba, Mariola lo estiró con las manos. Sintió bajo la piel los latidos de todas las voces que aquel hilo había escuchado. Lo contempló durante unos segundos y tembló. Parecía un blanco sudario. Estremecida ante sus negros pensamientos, se dio la vuelta y se dirigió al armario. Tenía que sacar la vajilla, cristalería, jarrones, cuberterías... Siempre igual. Desde que ella tenía recuerdos, así celebraban el aniversario de boda sus padres.

Se calzó los guantes de algodón blanco y comenzó a sacar uno a uno los platos. A la derecha de la cabecera principal, colocó con cuidado el servicio de Andrés, su hermano mayor. Estaba últimamente demasiado grueso y procuró dejarle más espacio. A su lado, el correspondiente a la dulce Ana, su pobre mujer, siempre pálida y con el rostro ansioso por agradar a tan displicente marido. Enfrente, el de Alfredo, tan agradable y trabajador. Cada vez que la abraza le susurra que cuando decidiera irse de aquella casa, contara con él, que la ayudaría. A su lado, Pepa, su altiva mujer, con su lengua ácida, a la que todos temen y que ella adora. Tenía carácter y no se dejaba vencer por el hermano mayor de su marido. Al fin y al cabo, ya fuera por su manera de ser o por la dote aportada, el caso era que excepto su marido, que siempre andaba guiñándole un ojo, todos la temían. Y cosa curiosa, ella también la animaba a dejar aquella casa. Luego colocó el servicio para el tímido y dulce Pablito. A su lado, el de su amigo Juan, que había sido su compañero de la residencia de estudiantes, y que una vez terminados los estudios se fueron a vivir juntos en un piso alquilado. Para compartir gastos, decía su madre ante la discreta sonrisa de sus otros vástagos. Enfrente de ellos, su hermano Marcos y su esposa Adela. Ambos trajeados como si fueran carmelitanos y ella luciendo su sempiterna tez bien lavada. Eran adorables. Siempre alegres, cariñosos. Recogió más platos, y los colocó en el sitio en donde acostumbraba a sentarse el divertido Jaime. Cada año llevaba a la cena del aniversario a una joven culta, bella, elegante, a la que después nunca volvían a ver. Un día le confesó que jamás se casaría, que no quería que las termitas royeran sus huesos. Y que si llevaba a esas celebraciones a una impecable mujer, era para que sus padres lo dejaran tranquilo. Ella y él se parecían mucho. Los dos tragaban sus secretos. ¿Qué sucedería si se supiera que ella tenía una pareja? Su madre le llamaría amante. Mariola se encogió de hombros. Ahora colocó el servicio de Jacinto que, aunque no era su hermano, siempre había estado en las celebraciones. Don Eustaquio lo miraba con mucho cariño. Decía que era el hijo de un íntimo amigo suyo, fallecido hacía tiempo y al que, según contaba, le había prometido que se encargaría de su formación. Pero ella había escuchado llorar a su madre. Y sabía algunas cosas que los demás no conocían. Algún día Jacinto, reservado, torvo, guapo a rabiar, les daría un disgusto. Estaba segura. Y suspirando profundamente colocó un servicio para ella a la derecha de su madre, como hacía en cada almuerzo. Ya casi había terminado. Solo le quedaba colocar en la cabecera el de su padre. Desde allí, el hombre contemplaba orgulloso a su correcta, formal y educada familia.

Contempló el aspecto y se decidió a situar las velas, las jardineras llenas de flores rojas, esta vez bien altas, a lo mejor si no se veían las caras, no discutirían unos con otros.

Ya todos estaban dispuestos a sentarse a la mesa cuando escucharon unos timbrazos en la puerta. Eran fuertes, generosos, hasta parecían alegres. ¿Quién sería a aquella hora?, preguntó su padre. Mariola se levantó tranquila. Cuando volvió a entrar en el salón iba colgada del brazo de un hombre. Madre, dijo mientras el joven se inclinaba para besar la mano a la dama. Le presentaba a Dionisio, el último pantalón soltero que pasó por su puerta y con el que convivía desde hacía dos años. Doña Marcita, llevándose la mano al pecho se dejó caer en el sofá. Tal parecía que le fuera a dar un infarto. Que se templara un poco, escuchó la voz risueña de su cuñada Pepa. No era momento para defunciones. Pálida, desasosegada, Mariola esbozó una sonrisa de alivio. Pepa se volvió hacia toda la familia. Y como si estuviera contemplando un divertido espectáculo, continuó. Si desde hacía años sentaban a la mesa al hijo de la amante de su suegro, ¿por qué no iba a poder hacer lo mismo el amante de Mariola?

© Malena Teigeiro



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