lunes, 3 de octubre de 2022

Amantes de mis cuentos: La noche de aquel día

 


En aquel mísero pueblo de tres casuchas aisladas, solo de una de ellas salía humo y un olor a puchero que alimentaba. Sobre las otras dos pesaba una rara opresión, quizás por el abandono, por estar sin techos. No era lugar que invitara a quedarse. Se estremeció a pesar de estar en pleno verano.

Su madre había muerto tres días antes y le había pedido que dispersara sus cenizas en las raíces de aquel olmo tan alto y robusto que proyectaba una sombra intensa, así lo describía cuando la añoranza se apoderaba de ella. Ella de los olmos solo sabía lo que Machado había escrito y se los imaginaba a todos hendidos por el rayo. Su madre sonrió. Conocería su olmo nada más verlo. Y allí estaba.

Sumida en esos pensamientos no vio al anciano apoyado en su garrota que la miraba con sorpresa y un halo de ternura bajo el dintel de su puerta.

−Hola, buenas días. Soy la hija de Vicenta García.

−Ya decía yo que no podía ser ella.

La invitó a pasar y a compartir su comida. Sabía tan rica como olía. Y sin que ella nada le preguntase comenzó a hablarle de su niñez, de cuánto jugaba al tejo con su madre, siempre juntos; de su juventud, de las caminatas para recoger moras, él le servía de pinche a la hora de hacer aquel pastel que tanto gustaba; de sus ilusiones frustradas cuando ella marchó a la ciudad y de esta época que era el final de su trayectoria por la tierra. Nunca había ido más allá de los diez kilómetros que le separaban del pueblo más cercano, pero conocía palmo a palmo los montes, los ríos, hasta los charcos no tenían secretos para él, y era lógico ya que había sido pastor. Y llegó el momento en que le preguntó ¿qué hacía allí? Ella le explicó la promesa que le había hecho a su madre antes de morir.

De pronto por aquellos ojos cansados de tanto mirar, saltaron lágrimas que fueron rodando por un rostro curtido por la lluvia, por el viento, por los años, por esas indulgentes arrugas que servían de regatos pequeños. Sin aspaviento. Toda su vida había querido a su madre. Nunca supo si era correspondido. Hasta ahora. Si ella quería que sus cenizas estuvieran al pie del olmo, es que nunca olvidó el único beso que él le había dado, bajo sus ramas, la noche anterior a su partida.

 

© Marieta Alonso Más

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