En aquel mísero pueblo de tres casuchas aisladas, solo de una de ellas salía humo y un olor a puchero que alimentaba. Sobre las otras dos pesaba una rara opresión, quizás por el abandono, por estar sin techos. No era lugar que invitara a quedarse. Se estremeció a pesar de estar en pleno verano.
Su madre había muerto tres
días antes y le había pedido que dispersara sus cenizas en las raíces de aquel
olmo tan alto y robusto que proyectaba una sombra intensa, así lo describía
cuando la añoranza se apoderaba de ella. Ella de los olmos solo sabía lo que Machado
había escrito y se los imaginaba a todos hendidos por el rayo. Su madre sonrió.
Conocería su olmo nada más verlo. Y allí estaba.
Sumida en esos pensamientos
no vio al anciano apoyado en su garrota que la miraba con sorpresa y un halo de
ternura bajo el dintel de su puerta.
−Hola, buenos días. Soy la
hija de Vicenta García.
−Ya decía yo que no podía ser
ella.
La invitó a pasar y a
compartir su comida. Sabía tan rica como olía. Y sin que ella nada le preguntase
comenzó a hablarle de su niñez, de cuánto jugaba al tejo con su madre, siempre
juntos; de su juventud, de las caminatas para recoger moras, él le servía de
pinche a la hora de hacer aquel pastel que tanto gustaba; de sus ilusiones
frustradas cuando ella marchó a la ciudad y de esta época que era el final de
su trayectoria por la tierra. Nunca había ido más allá de los diez kilómetros que
le separaban del pueblo más cercano, pero conocía palmo a palmo los montes, los
ríos, hasta los charcos no tenían secretos para él, y era lógico ya que había
sido pastor. Y llegó el momento en que le preguntó: ¿a qué has venido? Ella le
explicó la promesa que le había hecho a su madre antes de morir.
De pronto por aquellos ojos
cansados de tanto mirar, saltaron lágrimas que fueron rodando por un rostro
curtido por la lluvia, por el viento, por los años, por esas indulgentes arrugas
que servían de regatos pequeños. Sin aspaviento. Toda su vida había querido a
su madre. Nunca supo si era correspondido. Hasta ahora. Si ella quería que sus
cenizas estuvieran al pie del olmo, es que nunca olvidó el único beso que él le
había dado, bajo sus ramas, la noche anterior a su partida.
© Marieta Alonso Más
No hay comentarios:
Publicar un comentario