viernes, 21 de octubre de 2022

Blanca del Cerro: La mar

 


Ya no recuerdo cuándo fue la primera vez que percibí su cuerpo a mi lado, tan dulce y tan pequeño, y tan frágil, porque la soledad, la furia y la rabia atacan a la memoria como un ácido corrosivo y tergiversan el pasado transformándolo en hilos tenues de silencio infinito que desfiguran todo aquello que tocan.

        Ya no recuerdo qué sucedió ni cómo, ni siquiera por qué, aunque el tiempo —ese ente poderoso que para mí siempre ha carecido de importancia— me ha hecho comprender que no existen razones para determinados hechos normalmente fabricados de sinrazones.

        No recuerdo la primera vez, porque yo debía tener los ojos obnubilados en aquel momento, o heridos, o desterrados, pero sí muchas, muchísimas otras, tantas que sería imposible enumerarlas.

        Lo que sí recuerdo es una tarde engalanada de malvas, enredada en la selva de un otoño tardío, en que él apareció a lo lejos, simplemente un niño como cualquier otro, y se aproximó lento a mi orilla, con su sonrisa blanca, con su mirada clara, con su piel dulce, y yo, abriendo mis ojos perdidos en otros encantos o en otras veleidades, contemplé su cuerpo delgado y su alma tibia que se me antojó ribeteada de ternura. Fue una suerte de visión o de encantamiento, no sé, fue una especie de ahogo en que mil suspiros quedaron suspendidos de mi boca blanca de olas. Creo que en ese instante hasta el aire dejó de respirar. Él iba cogido de la mano de una mujer delgada y morena a la que llamaba “Mamá” y ambos se acercaron hasta mí con pasos callados. Y yo, asombrada y extasiada por aquella contemplación inusual, por aquel extraño y desconocido sentimiento que aquel ser despertó en el centro de mi esencia, contuve el aliento, esbocé una sonrisa plagada de sueños ocultos y me limité a acariciar sus pies con suavidad, con esa dulzura que guardo únicamente para aquellos que no quieren o no saben hacerme daño.

        Lo que sí recuerdo es que a partir de aquel día nada fue igual, todo fue distinto, como teñido por un manto de melodías enloquecidas.

        Él surgía todas las tardes del horizonte, a veces solo, a veces acompañado por aquella mujer delgada y morena, se acercaba hasta mí y contemplaba mi eternidad, sin otro deseo que respirar mi esencia y fundirla con la suya. Y yo esperaba con ansias ese instante mágico en que nos transformábamos en uno, cuando él, tan pequeño, se despojaba de sus ropas y se introducía en mí y yo en él, y detenía todo mi movimiento para acariciar su piel de canela y luna, y lamía sus poros uno a uno dejándolos impregnados de mi sabor salado y de mi olor a sirena enamorada.

        Porque lo cierto es que aquel hombre me robó el alma. Y fue su presencia la que transformó mi esencia y revolucionó todo mi ser elevando mi espíritu —que no mi vida— a una categoría de sentimiento hasta entonces desconocida. Porque yo no tengo vida. La vida es un don privativo de los hombres. Pese a tener principio, y quizás algún día fin, yo soy eterna, y contemplo desde mi distancia cómo la vida y la muerte pasan a mi lado, y me rozan, y se diluyen, y se alejan, y me hacen cerrar un instante mis párpados de agua, y al abrirlos, todo vuelve a empezar, como si nada hubiera sucedido. Poseo el don de la vida en mi interior y de la muerte en mi totalidad: soy lo más similar a Dios que existe sobre la Tierra.

        Y recuerdo que yo lo llamaba todos los días con un canto de espuma blanca y él acudía a mi lado, y pasábamos juntos las horas inventando cadenas de caricias formadas por sus silencios y mis murmullos, una especie de juego inocente, un sortilegio de sombras que nos mecía hasta llegar la noche.

        Lo cierto es que aquel hombre me robó el alma, algo que a lo largo de los siglos nadie había hecho anteriormente. Él fue el primero, el último y el único. Ningún ser humano había conseguido nunca robar el alma de la mar —no el mar—, pues yo soy la mar, una mujer en forma líquida, para los que habitan en mí, para los que me surcan, para los que me buscan, para todo aquel que me cuida, para todo aquel que me quiere y para todo aquel que ha alcanzado a comprender que entre las palabras mar y amar no existe más que una sola letra de diferencia.

        Él habitaba en mí, me surcaba, me buscaba, me cuidaba, me quería y había alcanzado a comprender la loca verdad de mi sentimiento, y yo, ciega de pasión, le regalé lo más profundo de mi esencia: puse en su ser unos ojos tan azules como mi cuerpo, una piel tan blanca y suave como mis olas, un cabello tan rubio como la arena que ambos pisábamos y una voz tan dulce como el canto con el que le arrullaba todas las noches.

        Él y yo éramos uno solo y nadie nos separaría jamás.

        Me sentía tan feliz que no me percaté de que el tiempo, ese ente despiadado con la vida que tan poca importancia tiene para mí, fue tocando con sus dedos tibios el cuerpo de mi amado y lo transformó en hombre. Pero incluso en su faceta de hombre, nunca dejó de venir a mí. Día tras día, yo le veía, él me miraba, yo sonreía, él se acercaba, yo le recibía con los brazos abiertos, él me tocaba, yo acariciaba su cuerpo y su alma, y él en ocasiones hablaba conmigo sin palabras, hilvanando un rosario de pensamientos que yo recogía y guardaba en mi fondo como el tesoro de un barco escondido en mis entrañas al que nadie tendría acceso jamás.

        Así todos los días, todas las tardes, todas las noches, un manto de eternidad cubriendo y tragando su realidad pura y mi loca irrealidad.

        Pensaba que siempre estaríamos juntos. Creía que nada podría separarnos. Imaginaba el tiempo sin tiempo a su lado. No tuve en cuenta la veleidad del ser humano y su ausencia de eternidad.

        Recuerdo que aquella mañana de verano me vestí de verdes y grises para recibirlo, pues había percibido su presencia a lo lejos, y esbocé una inmensa sonrisa en forma de gotas silenciosas. Detuve las olas y me transformé en una lámina de nácar a la espera de su cuerpo. Cuando él hacía acto de presencia, yo, tan coqueta, siempre detenía mi movimiento en su honor, exclusivamente en su honor. Fue entonces cuando divisé dos figuras que se acercaban, dos figuras, sí, como siempre, pero una de ellas no era la mujer delgada y morena a la que él llamaba “Mamá”, sino otra, mucho más bella, con la juventud bailando por toda su piel, el cabello rubio y largo, y la mirada serena. Se aproximaban a mi orilla cogidos de la mano, envueltos en la dulce sonrisa que presta el amor a quienes lo poseen y los ojos del uno acurrucados en los ojos del otro.

        A medida que se acercaban, toda mi esencia tembló en un estertor descomunal.

        Sonrisas, caricias, deseo, pasos por mi orilla, manos buscando manos, labios buscando labios. Él sólo tenía ojos para ella.

        Y yo olvidada, despreciada, alejada de aquella mente que tanto adoraba y ansiaba.

        Sus cuerpos tumbados entre la arena, rebozados de sueños, pidiendo cada vez más, caricias seguidas de otras caricias, besos hundidos en otros besos.

        Y yo traicionada, herida, apartada de su ser.

        Ante aquella visión inusitada, mi esencia se tiñó de negro profundo y empecé a encresparme, a inventar vaivenes, a crear olas de furia, a elevarme como nunca había hecho antes en su presencia, todo ello nacido de la rabia, la furia y la desesperación.

        Y contemplé como él, sin despegar su cuerpo del cuerpo de la joven de cabello rubio, levantó la cabeza, me miró indiferente y dijo:

        — Vámonos. Parece que la mar se ha vuelto loca.

        Loca, sí, pero de celos. Loca, sí, pero de desesperación.

        Y sin más palabras, me dieron la espalda y cogidos de la mano se alejaron entonando canciones que nunca había cantado para mí.

        Fue entonces cuando toda mi esencia se desató en un vendaval de rabia y empecé a bramar, a rugir, a elevarme, gritando mi furia a los cuatro vientos. Me sentía herida. Me sentía débil. Me sentía perdida en mi propia desolación. Me sentía como jamás me había sentido hasta ese momento terrible y trágico de la aparición de mi amado acompañado de mi rival. Pero él, haciendo caso omiso de mi sentimiento, como si no existiera, como si nada hubiera ocurrido, continuó su camino tapizado de sueños ocultos entre la piel de aquella mujer que me había arrebatado sin piedad lo que yo más amaba.

        Él me había traicionado.

        Y me quedé sola, muy sola, con la única compañía de mi pesar a cuestas, pensando y soñando en otras épocas pasadas, cuando él se hundía en mi esencia, cuando nada se interponía entre nuestras almas y cuando nos bastábamos el uno al otro para alcanzar algo muy similar a lo que los hombres llaman felicidad. No tuve en cuenta que la felicidad de uno no siempre significa la felicidad de dos.

        Los días pasaron y él no volvió a aparecer. Me había quedado sola ahogada en mis propios sueños, sueños abarrotados de su cuerpo y de su alma, de los ojos que llevaban mi color, de la piel que transportaba mi arena y de la voz que susurraba mis propios murmullos.

        Tenía que hacer algo, no sabía qué pero algo. Lo que sí sabía es que sólo me quedaba esperar. Y esperar es fácil cuando no existe el tiempo y difícil cuando ese tiempo succiona las esperanzas a tragos lentos, muy lentos. Entonces supe que nada es más triste que la espera cuando se desconoce todo salvo esa misma espera que come y reconcome el alma.

        Y los días adquirieron un tinte de eternidades grises.

        Pero una tarde oscura y petrificada, en la que la luz había quedado prendida de diminutas hebras de esperanza en la cúspide de una nube, mis ojos se abrieron inmensos al contemplar a lo lejos una figura solitaria que se acercaba a mi orilla. No era él, mi amado. Era ella, mi rival. Y estaba sola.

        No me pregunté entonces las razones de su aparición ni de su soledad, ni siquiera me importó su tristeza, porque sin duda estaba triste, muy triste, y deseaba refugiarse en mí como hacen los hombres cuando todo a su alrededor se derrumba y sólo les queda la mar como único consuelo.

        Se aproximó con pasos muy suaves hasta tocarme. Su mirada melancólica, bordeada de lágrimas, recorrió mi superficie buscando frases inventadas, palabras de apoyo o tal vez ecos sin frases ni palabras.

        Y en ese instante preciso supe lo que tenía que hacer.

        Mi sonrisa se estiró formando olas, olas turbias y blancas nacidas del fondo callado del despecho y la desesperación, simulando caricias, simulando besos abandonados, simulando un cariño que no sentía sino al contrario, a la vez que llamaba a aquella mujer y la atraía hacia mí con un canto muy tenue, poco a poco, muy despacio, cubriendo su cuerpo de nuevas sensaciones en forma de gotas y espuma, lentamente, como si quisiera llenarla de sueños, como si quisiera introducir en su alma la daga mortal de una esperanza sin esperanza. Porque eso es lo que deseaba. Y así, con una precisión milimétrica, ella fue avanzando, llenándose de mí, obnubilada por mi melodía, presa de un encantamiento sin límites. Y en el momento en que sus pies dejaron de tocar mi fondo, inventé una ola monstruosa, de proporciones descomunales, que rodeó todo su ser con un abrazo mortal, y succioné su alma hasta dejarla desprovista de toda sustancia. Ni siquiera gritó. No tuvo tiempo. Únicamente abrió la boca y la poseí por completo en una fracción de segundo.

        La misma ola que acabó con su vida depositó su cuerpo sobre la playa desierta. Su piel demasiado blanca llegaba casi a confundirse con la arena.

        Al tiempo que cerraba los ojos, convertí mi superficie en una sombra de platino e iridio para no acercarme a ella.

        Me sentía exultante de felicidad. Había resultado muy sencillo acabar con mi rival, siempre me resultaba sencillo enfrentarme a los hombres porque nunca podían conmigo, nunca pudieron y nunca podrían. Yo lo sabía. Lo supe desde el comienzo de los siglos.

        Ahora todo sería distinto. Él volvería a mí, lo arroparía entre mis brazos, su piel de carne contra mi piel de agua, sus ojos tan azules como yo misma, sus manos silenciosas, sus cabellos sembrados de sol. Todo volvería a ser igual que al principio. Mi esencia se plagó de mis propias burbujas creando en mi interior una alegría arrolladora. Soñé en el instante en que volvería a ver a mi amado y a tenerlo para mí sola. Ella ya no estaba: por fin sólo existíamos él y yo, como antaño.

        La quietud quedó perfilada en el cielo.

        Y de repente vi su imagen desfigurada a lo lejos, se acercaba, primero despacio y después corriendo ilusionado hacia mí, y me dispuse a recibirlo entre mis brazos de espuma, como siempre, como habíamos hecho desde el inicio de su vida, entre carcajadas y sueños, sus carcajadas, mis sueños, nuestras carcajadas y nuestros sueños. Pero no llegó a tocarme. Contemplé con estupor que ni siquiera se aproximaba a mí, que ni siquiera me miraba, que ni siquiera me dedicaba un instante de atención, porque permaneció petrificado ante la figura descompuesta de la mujer rubia, y se agachó estupefacto, empezó a sollozar y se abrazó a ella, no a mí, a ella, como si fuera lo más grandioso que le había sucedido en su vida, convirtiendo mi majestuosa presencia en una ausencia absoluta. Y con los ojos entrecerrados contemplé cómo lloraba lágrimas que se confundían conmigo. Pero no sentí pena, ni lástima, ni piedad, sólo una furia grandiosa arremolinándose en mi interior mientras él, ajeno a mis sentimientos, recogía entre los brazos a la mujer rubia y, al levantarse con su carga mortal, quedó frente a mí, clavó sus ojos rabiosos en mi espesura y exclamó a gritos:

        — ¡Te odio! ¡Me has quitado lo que más amaba! ¡Te odio! ¡Te odio!

        Y se alejó tambaleándose con su deseo perdido a cuestas.

        Todo mi ser quedó transformado en piedra, una piedra líquida que aullaba entre la nieve blanca de la impotencia y el frío azul de la soledad mientras él se alejaba, se iba, se marchaba, quizás para siempre, porque me odiaba, lo había dicho, lo había gritado. Ya no importaba la traición, no importaba la muerte, no importaba el pasado, no importaba nada de lo que había ocurrido entre nosotros desde su infancia, nuestros abrazos, nuestras quimeras, nuestros sueños —o tal vez mis abrazos, mis quimeras y mis  sueños—, ya sólo importaba el presente, mi presente, y mi odio, no el suyo, sino el mío que empezó a concentrarse en manadas inmensas, en estertores opacos de furia ciega, de rabia profunda, como jamás había sentido desde el comienzo de los siglos.

        Y todo mi interior empezó a removerse a la vez.

        La lisa superficie de mi esencia inició un movimiento convulsivo, como un espasmo loco y voraz que se transformó en un aullido ciego y sediento de venganza.

        Ya no sentía amor: sólo odio.

        Mis aguas se arremolinaron, subieron, bajaron, se elevaron a alturas inmensas, formaron remolinos imparables, crearon olas de magnitudes fantasmagóricas. Y esas aguas, esos remolinos, esas olas, se transformaron en monstruos sedientos del cuerpo de un hombre que había huido de mí abrazado a un fantasma.

        Él me había abandonado. Él me había traicionado. Él sería el causante, el único causante de lo que estaba a punto de suceder. Yo lo buscaría. Iba a buscarlo y a destruirlo.

        Durante días lloré mi rabia, mi furia y mi desesperación arrasando todo lo que encontré a mi paso. Mis olas inmensas devastaron, destruyeron y asolaron la totalidad de aquellos montes, aquellas playas y aquellas ciudades que me rodeaban y que tanto había amado, no quedando nada vivo, ni una brizna de hierba, ni un trino, ni un sonido, ni un solo movimiento, ni un pequeño latido. Nada.

        Me comí la tierra a bocados lentos, disfrutando de aquella hazaña sin límites.

        Me sacié de su dolor y su amargura.

        Me harté de sus gritos y lamentos.

        Dejé a mi paso un mundo de sombras inertes, un mundo plagado de miseria, tristeza y soledad.

        Ante mí quedó un desierto preñado de silencio.

        No sé si mi destrucción alcanzó a mi amado. Y jamás lo sabré. Mi odio me hizo ciega. Tal vez su cuerpo fuera uno de los miles que cayeron bajo mis fauces, o tal vez no. Quizás él no se encuentre en mi vientre, sino vagando por un bosque de recuerdos, o quizás no. Quién sabe.

        Pero eso ya no importa.

        Ya nada importa salvo mi presencia y mi esencia rodeada de mí misma y unidas y reunidas en el vacío absoluto de un ayer cuajado de sentimiento, un hoy ilimitado de soledades y un mañana exento de esperanzas.

        En verdad, ya nada importa.

        Ya nada importa porque yo soy la mar —no el mar—, una mujer en forma líquida que un día amó como si en verdad fuera mujer, una mujer de carne semejante a aquella joven de cabellos rubios que se agita en mi memoria agotada por el tiempo, ese ente que me acosa y que, en realidad, tan poca importancia tiene para mí. Pues yo, en mi soledad infinita de siglos y siglos a la espalda, he sido, soy y seguiré siendo la mar, lo más similar a Dios que existe sobre la Tierra.

  

© Blanca del Cerro


Primer finalista EN el iv certamen de relatos

 Arsenio escolar (2017)


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