Ya no recuerdo cuándo fue la primera vez que percibí
su cuerpo a mi lado, tan dulce y tan pequeño, y tan frágil, porque la soledad,
la furia y la rabia atacan a la memoria como un ácido corrosivo y tergiversan
el pasado transformándolo en hilos tenues de silencio infinito que desfiguran
todo aquello que tocan.
Ya no recuerdo qué sucedió ni cómo, ni
siquiera por qué, aunque el tiempo —ese ente poderoso que para mí siempre ha
carecido de importancia— me ha hecho comprender que no existen razones para
determinados hechos normalmente fabricados de sinrazones.
No recuerdo la primera vez, porque yo
debía tener los ojos obnubilados en aquel momento, o heridos, o desterrados, pero
sí muchas, muchísimas otras, tantas que sería imposible enumerarlas.
Lo que sí recuerdo es una tarde
engalanada de malvas, enredada en la selva de un otoño tardío, en que él apareció
a lo lejos, simplemente un niño como cualquier otro, y se aproximó lento a mi
orilla, con su sonrisa blanca, con su mirada clara, con su piel dulce, y yo,
abriendo mis ojos perdidos en otros encantos o en otras veleidades, contemplé
su cuerpo delgado y su alma tibia que se me antojó ribeteada de ternura. Fue
una suerte de visión o de encantamiento, no sé, fue una especie de ahogo en que
mil suspiros quedaron suspendidos de mi boca blanca de olas. Creo que en ese
instante hasta el aire dejó de respirar. Él iba cogido de la mano de una mujer
delgada y morena a la que llamaba “Mamá” y ambos se acercaron hasta mí con
pasos callados. Y yo, asombrada y extasiada por aquella contemplación inusual, por
aquel extraño y desconocido sentimiento que aquel ser despertó en el centro de
mi esencia, contuve el aliento, esbocé una sonrisa plagada de sueños ocultos y
me limité a acariciar sus pies con suavidad, con esa dulzura que guardo
únicamente para aquellos que no quieren o no saben hacerme daño.
Lo que sí recuerdo es que a partir de
aquel día nada fue igual, todo fue distinto, como teñido por un manto de
melodías enloquecidas.
Él surgía todas las tardes del
horizonte, a veces solo, a veces acompañado por aquella mujer delgada y morena,
se acercaba hasta mí y contemplaba mi eternidad, sin otro deseo que respirar mi
esencia y fundirla con la suya. Y yo esperaba con ansias ese instante mágico en
que nos transformábamos en uno, cuando él, tan pequeño, se despojaba de sus
ropas y se introducía en mí y yo en él, y detenía todo mi movimiento para
acariciar su piel de canela y luna, y lamía sus poros uno a uno dejándolos
impregnados de mi sabor salado y de mi olor a sirena enamorada.
Porque lo cierto es que aquel hombre me
robó el alma. Y fue su presencia la que transformó mi esencia y revolucionó
todo mi ser elevando mi espíritu —que no mi vida— a una categoría de
sentimiento hasta entonces desconocida. Porque yo no tengo vida. La vida es un
don privativo de los hombres. Pese a tener principio, y quizás algún día fin, yo
soy eterna, y contemplo desde mi distancia cómo la vida y la muerte pasan a mi
lado, y me rozan, y se diluyen, y se alejan, y me hacen cerrar un instante mis
párpados de agua, y al abrirlos, todo vuelve a empezar, como si nada hubiera
sucedido. Poseo el don de la vida en mi interior y de la muerte en mi totalidad:
soy lo más similar a Dios que existe sobre la Tierra.
Y recuerdo que yo lo llamaba todos los
días con un canto de espuma blanca y él acudía a mi lado, y pasábamos juntos
las horas inventando cadenas de caricias formadas por sus silencios y mis murmullos,
una especie de juego inocente, un sortilegio de sombras que nos mecía hasta
llegar la noche.
Lo cierto es que aquel hombre me robó el
alma, algo que a lo largo de los siglos nadie había hecho anteriormente. Él fue
el primero, el último y el único. Ningún ser humano había conseguido nunca
robar el alma de la mar —no el mar—, pues yo soy la mar, una mujer en forma
líquida, para los que habitan en mí, para los que me surcan, para los que me
buscan, para todo aquel que me cuida, para todo aquel que me quiere y para todo
aquel que ha alcanzado a comprender que entre las palabras mar y amar no existe
más que una sola letra de diferencia.
Él habitaba en mí, me surcaba, me
buscaba, me cuidaba, me quería y había alcanzado a comprender la loca verdad de
mi sentimiento, y yo, ciega de pasión, le regalé lo más profundo de mi esencia:
puse en su ser unos ojos tan azules como mi cuerpo, una piel tan blanca y suave
como mis olas, un cabello tan rubio como la arena que ambos pisábamos y una voz
tan dulce como el canto con el que le arrullaba todas las noches.
Él y yo éramos uno solo y nadie nos
separaría jamás.
Me sentía tan feliz que no me percaté de
que el tiempo, ese ente despiadado con la vida que tan poca importancia tiene
para mí, fue tocando con sus dedos tibios el cuerpo de mi amado y lo transformó
en hombre. Pero incluso en su faceta de hombre, nunca dejó de venir a mí. Día
tras día, yo le veía, él me miraba, yo sonreía, él se acercaba, yo le recibía
con los brazos abiertos, él me tocaba, yo acariciaba su cuerpo y su alma, y él en
ocasiones hablaba conmigo sin palabras, hilvanando un rosario de pensamientos
que yo recogía y guardaba en mi fondo como el tesoro de un barco escondido en
mis entrañas al que nadie tendría acceso jamás.
Así todos los días, todas las tardes,
todas las noches, un manto de eternidad cubriendo y tragando su realidad pura y
mi loca irrealidad.
Pensaba que siempre estaríamos juntos.
Creía que nada podría separarnos. Imaginaba el tiempo sin tiempo a su lado. No
tuve en cuenta la veleidad del ser humano y su ausencia de eternidad.
Recuerdo que aquella mañana de verano me
vestí de verdes y grises para recibirlo, pues había percibido su presencia a lo
lejos, y esbocé una inmensa sonrisa en forma de gotas silenciosas. Detuve las
olas y me transformé en una lámina de nácar a la espera de su cuerpo. Cuando él
hacía acto de presencia, yo, tan coqueta, siempre detenía mi movimiento en su
honor, exclusivamente en su honor. Fue entonces cuando divisé dos figuras que
se acercaban, dos figuras, sí, como siempre, pero una de ellas no era la mujer
delgada y morena a la que él llamaba “Mamá”, sino otra, mucho más bella, con la
juventud bailando por toda su piel, el cabello rubio y largo, y la mirada serena.
Se aproximaban a mi orilla cogidos de la mano, envueltos en la dulce sonrisa
que presta el amor a quienes lo poseen y los ojos del uno acurrucados en los
ojos del otro.
A medida que se acercaban, toda mi
esencia tembló en un estertor descomunal.
Sonrisas, caricias, deseo, pasos por mi
orilla, manos buscando manos, labios buscando labios. Él sólo tenía ojos para
ella.
Y yo olvidada, despreciada, alejada de
aquella mente que tanto adoraba y ansiaba.
Sus cuerpos tumbados entre la arena,
rebozados de sueños, pidiendo cada vez más, caricias seguidas de otras
caricias, besos hundidos en otros besos.
Y yo traicionada, herida, apartada de su
ser.
Ante aquella visión inusitada, mi
esencia se tiñó de negro profundo y empecé a encresparme, a inventar vaivenes,
a crear olas de furia, a elevarme como nunca había hecho antes en su presencia,
todo ello nacido de la rabia, la furia y la desesperación.
Y contemplé como él, sin despegar su
cuerpo del cuerpo de la joven de cabello rubio, levantó la cabeza, me miró
indiferente y dijo:
— Vámonos. Parece que la mar se ha
vuelto loca.
Loca, sí, pero de celos. Loca, sí, pero
de desesperación.
Y sin más palabras, me dieron la espalda
y cogidos de la mano se alejaron entonando canciones que nunca había cantado para
mí.
Fue entonces cuando toda mi esencia se
desató en un vendaval de rabia y empecé a bramar, a rugir, a elevarme, gritando
mi furia a los cuatro vientos. Me sentía herida. Me sentía débil. Me sentía
perdida en mi propia desolación. Me sentía como jamás me había sentido hasta
ese momento terrible y trágico de la aparición de mi amado acompañado de mi
rival. Pero él, haciendo caso omiso de mi sentimiento, como si no existiera,
como si nada hubiera ocurrido, continuó su camino tapizado de sueños ocultos
entre la piel de aquella mujer que me había arrebatado sin piedad lo que yo más
amaba.
Él me había traicionado.
Y me quedé sola, muy sola, con la única
compañía de mi pesar a cuestas, pensando y soñando en otras épocas pasadas,
cuando él se hundía en mi esencia, cuando nada se interponía entre nuestras
almas y cuando nos bastábamos el uno al otro para alcanzar algo muy similar a lo
que los hombres llaman felicidad. No tuve en cuenta que la felicidad de uno no
siempre significa la felicidad de dos.
Los días pasaron y él no volvió a
aparecer. Me había quedado sola ahogada en mis propios sueños, sueños
abarrotados de su cuerpo y de su alma, de los ojos que llevaban mi color, de la
piel que transportaba mi arena y de la voz que susurraba mis propios murmullos.
Tenía que hacer algo, no sabía qué pero
algo. Lo que sí sabía es que sólo me quedaba esperar. Y esperar es fácil cuando
no existe el tiempo y difícil cuando ese tiempo succiona las esperanzas a
tragos lentos, muy lentos. Entonces supe que nada es más triste que la espera
cuando se desconoce todo salvo esa misma espera que come y reconcome el alma.
Y los días adquirieron un tinte de
eternidades grises.
Pero una tarde oscura y petrificada, en
la que la luz había quedado prendida de diminutas hebras de esperanza en la
cúspide de una nube, mis ojos se abrieron inmensos al contemplar a lo lejos una
figura solitaria que se acercaba a mi orilla. No era él, mi amado. Era ella, mi
rival. Y estaba sola.
No me pregunté entonces las razones de
su aparición ni de su soledad, ni siquiera me importó su tristeza, porque sin
duda estaba triste, muy triste, y deseaba refugiarse en mí como hacen los
hombres cuando todo a su alrededor se derrumba y sólo les queda la mar como
único consuelo.
Se aproximó con pasos muy suaves hasta
tocarme. Su mirada melancólica, bordeada de lágrimas, recorrió mi superficie
buscando frases inventadas, palabras de apoyo o tal vez ecos sin frases ni
palabras.
Y en ese instante preciso supe lo que
tenía que hacer.
Mi sonrisa se estiró formando olas, olas
turbias y blancas nacidas del fondo callado del despecho y la desesperación,
simulando caricias, simulando besos abandonados, simulando un cariño que no
sentía sino al contrario, a la vez que llamaba a aquella mujer y la atraía
hacia mí con un canto muy tenue, poco a poco, muy despacio, cubriendo su cuerpo
de nuevas sensaciones en forma de gotas y espuma, lentamente, como si quisiera
llenarla de sueños, como si quisiera introducir en su alma la daga mortal de
una esperanza sin esperanza. Porque eso es lo que deseaba. Y así, con una
precisión milimétrica, ella fue avanzando, llenándose de mí, obnubilada por mi
melodía, presa de un encantamiento sin límites. Y en el momento en que sus pies
dejaron de tocar mi fondo, inventé una ola monstruosa, de proporciones
descomunales, que rodeó todo su ser con un abrazo mortal, y succioné su alma
hasta dejarla desprovista de toda sustancia. Ni siquiera gritó. No tuvo tiempo.
Únicamente abrió la boca y la poseí por completo en una fracción de segundo.
La misma ola que acabó con su vida
depositó su cuerpo sobre la playa desierta. Su piel demasiado blanca llegaba
casi a confundirse con la arena.
Al tiempo que cerraba los ojos, convertí
mi superficie en una sombra de platino e iridio para no acercarme a ella.
Me sentía exultante de felicidad. Había
resultado muy sencillo acabar con mi rival, siempre me resultaba sencillo
enfrentarme a los hombres porque nunca podían conmigo, nunca pudieron y nunca
podrían. Yo lo sabía. Lo supe desde el comienzo de los siglos.
Ahora todo sería distinto. Él volvería a
mí, lo arroparía entre mis brazos, su piel de carne contra mi piel de agua, sus
ojos tan azules como yo misma, sus manos silenciosas, sus cabellos sembrados de
sol. Todo volvería a ser igual que al principio. Mi esencia se plagó de mis
propias burbujas creando en mi interior una alegría arrolladora. Soñé en el
instante en que volvería a ver a mi amado y a tenerlo para mí sola. Ella ya no
estaba: por fin sólo existíamos él y yo, como antaño.
La quietud quedó perfilada en el cielo.
Y de repente vi su imagen desfigurada a
lo lejos, se acercaba, primero despacio y después corriendo ilusionado hacia
mí, y me dispuse a recibirlo entre mis brazos de espuma, como siempre, como
habíamos hecho desde el inicio de su vida, entre carcajadas y sueños, sus
carcajadas, mis sueños, nuestras carcajadas y nuestros sueños. Pero no llegó a
tocarme. Contemplé con estupor que ni siquiera se aproximaba a mí, que ni
siquiera me miraba, que ni siquiera me dedicaba un instante de atención, porque
permaneció petrificado ante la figura descompuesta de la mujer rubia, y se
agachó estupefacto, empezó a sollozar y se abrazó a ella, no a mí, a ella, como
si fuera lo más grandioso que le había sucedido en su vida, convirtiendo mi
majestuosa presencia en una ausencia absoluta. Y con los ojos entrecerrados
contemplé cómo lloraba lágrimas que se confundían conmigo. Pero no sentí pena,
ni lástima, ni piedad, sólo una furia grandiosa arremolinándose en mi interior
mientras él, ajeno a mis sentimientos, recogía entre los brazos a la mujer
rubia y, al levantarse con su carga mortal, quedó frente a mí, clavó sus ojos
rabiosos en mi espesura y exclamó a gritos:
— ¡Te odio! ¡Me has quitado lo que más
amaba! ¡Te odio! ¡Te odio!
Y se alejó tambaleándose con su deseo
perdido a cuestas.
Todo mi ser quedó transformado en
piedra, una piedra líquida que aullaba entre la nieve blanca de la impotencia y
el frío azul de la soledad mientras él se alejaba, se iba, se marchaba, quizás
para siempre, porque me odiaba, lo había dicho, lo había gritado. Ya no
importaba la traición, no importaba la muerte, no importaba el pasado, no
importaba nada de lo que había ocurrido entre nosotros desde su infancia,
nuestros abrazos, nuestras quimeras, nuestros sueños —o tal vez mis abrazos,
mis quimeras y mis sueños—, ya sólo
importaba el presente, mi presente, y mi odio, no el suyo, sino el mío que
empezó a concentrarse en manadas inmensas, en estertores opacos de furia ciega,
de rabia profunda, como jamás había sentido desde el comienzo de los siglos.
Y todo mi interior empezó a removerse a
la vez.
La lisa superficie de mi esencia inició
un movimiento convulsivo, como un espasmo loco y voraz que se transformó en un
aullido ciego y sediento de venganza.
Ya no sentía amor: sólo odio.
Mis aguas se arremolinaron, subieron,
bajaron, se elevaron a alturas inmensas, formaron remolinos imparables, crearon
olas de magnitudes fantasmagóricas. Y esas aguas, esos remolinos, esas olas, se
transformaron en monstruos sedientos del cuerpo de un hombre que había huido de
mí abrazado a un fantasma.
Él me había abandonado. Él me había
traicionado. Él sería el causante, el único causante de lo que estaba a punto
de suceder. Yo lo buscaría. Iba a buscarlo y a destruirlo.
Durante días lloré mi rabia, mi furia y
mi desesperación arrasando todo lo que encontré a mi paso. Mis olas inmensas
devastaron, destruyeron y asolaron la totalidad de aquellos montes, aquellas
playas y aquellas ciudades que me rodeaban y que tanto había amado, no quedando
nada vivo, ni una brizna de hierba, ni un trino, ni un sonido, ni un solo
movimiento, ni un pequeño latido. Nada.
Me comí la tierra a bocados lentos,
disfrutando de aquella hazaña sin límites.
Me sacié de su dolor y su amargura.
Me harté de sus gritos y lamentos.
Dejé a mi paso un mundo de sombras
inertes, un mundo plagado de miseria, tristeza y soledad.
Ante mí quedó un desierto preñado de
silencio.
No sé si mi destrucción alcanzó a mi
amado. Y jamás lo sabré. Mi odio me hizo ciega. Tal vez su cuerpo fuera uno de
los miles que cayeron bajo mis fauces, o tal vez no. Quizás él no se encuentre en
mi vientre, sino vagando por un bosque de recuerdos, o quizás no. Quién sabe.
Pero eso ya no importa.
Ya nada importa salvo mi presencia y mi
esencia rodeada de mí misma y unidas y reunidas en el vacío absoluto de un ayer
cuajado de sentimiento, un hoy ilimitado de soledades y un mañana exento de
esperanzas.
En verdad, ya nada importa.
Ya nada importa porque yo soy la mar —no
el mar—, una mujer en forma líquida que un día amó como si en verdad fuera
mujer, una mujer de carne semejante a aquella joven de cabellos rubios que se
agita en mi memoria agotada por el tiempo, ese ente que me acosa y que, en
realidad, tan poca importancia tiene para mí. Pues yo, en mi soledad infinita
de siglos y siglos a la espalda, he sido, soy y seguiré siendo la mar, lo más
similar a Dios que existe sobre la Tierra.
©
Blanca del Cerro
Primer finalista EN el iv
certamen de relatos
Arsenio escolar (2017)
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