Desde el escalón del puente de La Plaza de España en donde se sentaba, Saray contempla las barcas. Como si fuera la ofrenda de rosas a una santa, un cesto de paja lleno de tallos de romero permanecía apoyado a sus pies. El romero lo cortaba todos los días de una de las macetas del patio de su abuela. Esa mañana lo encontró florecido de minúsculas y humildes hojas violeta. Su perfume era fuerte, agradable. A Saray le gustaba tener el canasto bien lleno de tallos frescos, porque alejan los malos espíritus, decía. Sin que ella supiera quien, alguien le había echado un mal de ojo. Estaba segura de que ese aojamiento era el culpable de su penar. Se limpió una lágrima con el dorso. Eran por culpa del reflejo del sol, decidió, y no por sus penas.
Aquella mañana no se encontraba bien, y como además hacía viento y frío, tampoco había muchos clientes a los que leerle la palma de la mano. Saray decidió volver a su casa. Empujada por el viento iba inquieta, aunque no sabía por qué. Al abrir la puerta de la habitación los vio. Parecían dos brillantes estatuas de bronce descansando juntas en su cama. Le produjo una arcada el olor a sexo. Sin despertarlos, cerró la puerta y salió de la casa.
Era cierto que la Pastora era la mujer más bella de la Cava de los Gitanos, y podría aseverar que de toda Triana. Pero no era buena. Tenía esa gracia malsana que idiotizaba a muchos hombres, y el suyo fue uno de los que cayeron en su tontuna. Y como Pastora tenía dominado a su Manuel, pues a ella le tocaba hacer como si no los hubiera visto acostados entre sus sábanas. Desde aquella mañana las cambiaba todos los días.
Levantó la cabeza y con su acuosa mirada contempló a la gente que paseaba. A ella le gustaba estar allí, sentada al sol. Aquellos rayos le calentaban el pecho, la espalda. Envuelta en su negro mantón Saray guardaba su penar mientras esperaba algún cliente al que echarle la buenaventura, porque no le agrada echársela a cualquiera. No. Solo lo hacía cuando la persona que se acercaba era joven, bella, esas a las que la vida les sonríe y no hay por qué contarles desgracias.
Enseguida le llamaron la atención. Eran dos muchachitas acompañadas por una señora de mediana edad. Por cómo iban vestidas, dedujo que eran gente rica. Se levantó de la escalinata, recogió el cesto y salió corriendo hacia ellas.
––Mire al cielo, señorita, y muéstreme su mano derecha que le voy a decir su futuro ––las chiquillas rieron. Y después de regatear el precio, doña Antonia, permitió que la gitana sujetara la mano a la más joven de las dos––. ¿Cómo se llama la señorita? ––inquirió Saray zalamera.
Y la chiquilla, con un leve seseo, contestó que Mercedes. La gitana con sus dedos morenos sujetaba la palma de la joven que la miraba con una sonrisa nerviosa. Se veía que la niña era de alta cuna, pensó al sentir la suavidad de la piel rosada. Paseó su dedo largo por encima de la raya.
––Un joven bien plantao, de negros ojos, se va a enamorar de esta niña de aquí a pocos días ––leyó con calma––. Veo una corona real sobre tu cabeza. Algún día, y pronto, tú serás mi reina. Y el rey, por la gracia de tus bondades, enamorado, se postrará a tus pies.
De pronto guardó silencio. Se inclinó y recogió la otra mano de la joven. Despacio colocó una al lado de la otra, de tal manera que las rayas de sus palmas se juntaban formando líneas continuas. Levantando la cabeza, fundió sus asustadas pupilas con las todavía inocentes de la joven. Luego, muy despacio, paseó su mirada por encima de la hermana y de la señora de compañía. Sin dejar de contemplarlas, se santiguó una, dos y tres veces, recitando oraciones que sus clientas no entendían. Saray le cerró con fuerza los dedos y soltó los puños. Sin siquiera pedir las monedas que le habían prometido, recogió el cesto de romero del suelo y se fue, rápida, santiguándose una y otra vez.
Sentada en su mecedora de mimbre, las lágrimas de Saray le mojaban las mejillas. Mal rayo partiera a los amores. Ella vivía penando por su hombre, al que su madre maldecía y tantas penas le auguraba, y aquella tierna criatura apenas iba a poder disfrutar del amor que pronto le iba a llegar de muy lejos. Escuchó el ruido de la puerta. Sus risas. Manuel entró agarrado a la cintura de Pastora besándola en la boca. Ellos no sabían que había vuelto. Saray siguió meciéndose sin dejar de contemplarlos. Manuel se detuvo y Pastora se colocó sus negros rizos por detrás de las orejas. ¿Cuánto hacía que su Manuel la engañaba? ¿Años? Se encogió de hombros. Daba igual. Su boca se curvó en una sonrisa. Jamás pensó que se alegraría al ver el cuerpo de bronce de Pastora, que ella tanto había envidiado. Ahora, la figura de aquella mujer, como si fuera la flor roja de un clavel cortada hacía días, se había marchitado.
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