Era un día de febrero desapacible y frío, cuando los días
empiezan a alargarse y regresan las cigüeñas a sus nidos. Entonces murió su
madre. Ella acababa de cumplir doce años, todavía creía en los milagros y
pensaba que su madre no podía morir.
Tenía prisa por llegar, el cielo estaba encapotado y
amenazaba con nevar. La nieve siempre le había gustado la relacionaba con su
niñez, tan lejana ahora, que se encontraba en una edad más que madura. Alejó
estos pensamientos. Solo quería pensar en cosas prácticas, como si encontraría
suficiente leña o suficientes mantas. Hacía mucho frio.
No podía morir, pero empezó a pensar lo contrario cuando
vio llenarse la casa de parientes y amigos, a su hermana llorar a escondidas y
llegar del seminario a su hermano, que solo venía en verano. Todos los hermanos
rodearon la cama de la enferma junto con su padre, aunque era el tío soltero,
que vivía con ellos, el que recitaba oraciones y jaculatorias, al oído de la
enferma en voz cada vez más fuerte. Ella no lloraba y miraba al techo asustada,
le molestaban las voces del tío; de buena gana le habría mandado callar y salir
de la habitación, pero fue a ella a la que sacaron de allí.
Frío fue el recibimiento al llegar a la casa. Él apenas
rozó sus labios cuando la besó.
─Llevo dos horas esperando ─le dijo, mientras la ayudaba a
quitarse el abrigo y a subir la bolsa a la habitación. El fuego de la chimenea estaba encendido,
pero la casa estaba helada, la humedad formaba manchas caprichosas en las
paredes empapeladas. Nunca había reparado en aquellas manchas, tengo que poner
solución, pensó, mientras las miraba.
Cuando la niña volvió a la habitación, su madre tenía un
rosario entre las manos y la cara blanca y rígida. Todos a su alrededor
rezaban. Ella se sintió intimidada y fuera de lugar. Alguien la acercó para
besar a su madre. Cuando lo hizo notó todo el frio del invierno en sus labios.
Después, el funeral, largo y tedioso, las canciones en latín, el entierro, el
llanto contenido de sus hermanos, los vestidos negros, la compasión de la gente
que los rodeaba y que ella sentía con vergüenza, los cuchicheos, los silencios.
─Es pequeña para comprender ─decían, pero no era cierto,
ella lo comprendía todo.
Ensimismada, mirando las llamas del hogar, la encontró él cuando
bajó con la maleta y el abrigo puesto.
─Me hubiese gustado quedarme el fin de semana entero, pero
me es imposible, ya lo sabes. Además, nada ganaríamos con alargar esta
despedida. Aceptemos, los dos, lo inevitable.
Ella asintió con la cabeza, incapaz de contestarle, y
siguió mirando, sin ver, las formas caprichosas del fuego. Se oyó a sí misma
decir adiós, como se cerraba la puerta, como arrancaba el motor del coche.
Luego, nada.
Ella se estaba haciendo mayor. Un día, al levantarse, la
sorprendió la nieve, que cubría el patio de la casa con árboles y macetas.
Cuando el reloj dio la hora oyó las campanadas, como en sordina, por la capa de
nieve que amortiguaba el sonido. Corrió
a la habitación de su madre para contárselo. Estaba vacía. Entonces, de
repente, comprendió por primera vez que su madre no volvería y sintió su ausencia.
Nada sintió al principio cuando él se fue. Atizó el fuego
se cubrió las rodillas con una manta y se preparó una taza de té. No quería
pensar, no quería sentir. No podía concentrarse
en la lectura. Se levantó y comenzó una actividad frenética por toda la casa
barrió, limpió y ordenó hasta quedarse rendida. Habló con sus hijos por
teléfono, pero no les dijo nada de su ruptura, le pareció que solo a ella le
concernía. Luego, intentó poner en orden sus ideas, fue incapaz. Rendida se tomó dos pastillas y se durmió.
La despertó una luz especial, que entraba por la ventana.
Era la blancura de la nieve que cubría todo el paisaje embelleciéndolo. Se
levantó de un salto y con los pies descalzos miró por la ventana la montaña y
los tejados del pueblo cercano transformados. Se volvió, por la fuerza de la
costumbre hacía la cama y la encontró vacía. Le golpeó la realidad y sintió la
soledad en aquel paisaje infinito, blanco y frío.
© Socorro. González-Sepúlveda
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