La comitiva circense tenía por delante
varios kilómetros hasta llegar a su próxima parada. Los paisanos de la
localidad de destino les esperaban como otros años; celebrarían con ellos las
fiestas del santo patrono.
Mariola y Armand, ocupaban una de las
mejores autocaravanas; por algo su número en la carpa era de los más esperados
y aplaudidos, también el más arriesgado. Su jornal superaba holgadamente el de
otros compañeros. Aquella noche estaban
nerviosos; la llegada al mundo de su primer hijo era inminente. Después del
feliz acontecimiento todo volvería a la normalidad. Su número en el trapecio
había quedado suspendido unos meses atrás, la gestación de su pequeño marcaba
la pauta de su trabajo.
Y nació Tintó, así le pusieron de
nombre. Nació casi solo, asistido por las temblorosas manos de su padre. Mariola
abrazó al pequeño que Armand colocó sobre su pecho; la emoción hizo brotar
lágrimas de alegría; los tres se fundieron en un enternecedor abrazo. Los
compañeros se acercaron a conocerlo entusiasmados por el feliz acontecimiento.
Tintó creció al desamparo de sus jóvenes
padres, en manos de una chiquilla, la hija de los malabaristas que se hizo
cargo de él desde sus primeras horas de vida. Rodeado de un sinfín de personajes
divertidos o grotescos propios del ambiente circense, Tintó fue haciéndose
mayor. Los padres, obsesionados por su trabajo, apenas le dedicaban tiempo.
Ejercitar y crear nuevos números era su objetivo. El trapecio sin red, que
ellos practicaban, no admitía fallos de ninguna clase.
El pequeño cumplió cuatro años sin que
nadie se percatase de su estado. "Es tan callado", decían… No
articulaba una sola palabra, tan solo a veces emitía algún sonido gutural
acompañado de gestos con las manos. "Es que… tardará en hablar",
afirmaba la madre, "no hay de qué preocuparse". Lo cierto es que ni
un solo sonido coherente salía de sus labios, eso sí, entendía todo lo que le
decían, su oído era perfecto, pero se expresaba por señas. El tiempo fue pasando
sin que Armand ni Mariola tomasen medidas.
Por fin, un buen día, decidieron visitar
a un especialista. Tintó había cumplido once años y seguía igual. No había un
precedente como aquel en la familia; el doctor no comprendía cómo el chico
entendía todas las palabras y las escribía, pero sin embargo era incapaz de
pronunciarlas. Su oído estaba impecable y las cuerdas vocales en perfecto
estado como para hacerlo. Sopesaron sin mucho afán la idea de abandonar el
circo en busca de un remedio definitivo. Se sentían culpables.
No podrían seguir de gira permanente,
Tintó requería una mayor atención, no solo la terapéutica sino también la
escolar. Finalmente quedó a cargo de sus abuelos. "Tenemos que seguir
trabajando para costear los gastos, hijo". Esas fueron sus palabras antes
de marcharse.
Y Tintó cumplió los dieciséis, ya era
todo un hombrecito que continuaba mostrándose mudo para algunos. Por otra parte
leía y escribía perfectamente, y asistía al colegio con normalidad. Con buenas
calificaciones en todas las materias y más aún en educación física; desde muy
niño había ido ejercitando su cuerpo con entrenamientos constantes. Sin embargo,
jamás le verías subido a un columpio y menos si estaba suspendido en el aire a
mucha altura; las acrobacias temerarias no eran lo suyo.
Ahora bien, su habilidad expresiva a
base de movimientos con su cuerpo o sus extremidades hacían posible lo
imposible; era capaz de mostrar una estancia cerrada, o perfilar con sus manos
un objeto; reproducir el movimiento reptal de una culebra; el gesto agresivo de
un felino o la fuerza de un oso. Desde niño y en secreto, entrenaba todo tipo
de lenguaje corporal. Para practicar, invitaba a sus amigos; jugaba con ellos a
la adivinación para adecuar y llevar a extremo la perfección de sus estampas.
Era capaz de reproducir las cualidades propias de cualquier ser incluidas las
especies voladoras, representadas por él aun sin levantarse del suelo.
Armand y Mariola, despegados afectiva y
físicamente de Tintó, vivían su profesión de forma obsesiva; parecía como si su hijo
no existiese, estaban ajenos a las actividades desarrolladas por el muchacho. De
vez en cuando hacían la llamada telefónica de turno para saber de él, pero imposible
cruzar una palabra con Tintó, claro. Una vez al año lo visitaban.
Aquel día el empresario les había dado el
día libre. París les abría un sinfín de posibilidades para disfrutar antes del
día en que ofrecerían su número en el trapecio; les bastaría con pasear, sería
más que suficiente. Mariola y Armand estaban felices, el éxito de la compañía
era cada vez más notorio. Todo les iba bien.
De pronto, Armand observó a lo lejos un
cartel que presidía la cabecera de una marquesina, la del "Gran
Teatro"; anunciaba el debut de un joven. Les llamó poderosamente la
atención su colorido, iluminación y efectos sonoros. Mariola tiró de Armand
para acercarse a verlo con más detalle, y… se llevó las manos a la boca para ahogar un
grito de sorpresa. "¡Es Tintó, nuestro hijo, Armand"! En letras grandes se leía su nombre junto a
una imagen del muchacho.
A sus espaldas sonó una voz; Mariola y
Armand se volvieron. Era la de un joven, de buen porte, esbelto y de gran
belleza. Era Tintó; cruzaron sus miradas reconociéndose. El muchacho les
correspondió observándoles con dureza y desprecio; se alejó de ellos sin
pronunciar una sola palabra como llevaba haciendo, como castigo por su
abandono, desde los primeros años de su infancia.
©
Caleti Marco
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