lunes, 10 de octubre de 2022

Caleti Marco: Tintó

 



        La comitiva circense tenía por delante varios kilómetros hasta llegar a su próxima parada. Los paisanos de la localidad de destino les esperaban como otros años; celebrarían con ellos las fiestas del santo patrono.

        Mariola y Armand, ocupaban una de las mejores autocaravanas; por algo su número en la carpa era de los más esperados y aplaudidos, también el más arriesgado. Su jornal superaba holgadamente el de otros compañeros.  Aquella noche estaban nerviosos; la llegada al mundo de su primer hijo era inminente. Después del feliz acontecimiento todo volvería a la normalidad. Su número en el trapecio había quedado suspendido unos meses atrás, la gestación de su pequeño marcaba la pauta de su trabajo.

        Y nació Tintó, así le pusieron de nombre. Nació casi solo, asistido por las temblorosas manos de su padre. Mariola abrazó al pequeño que Armand colocó sobre su pecho; la emoción hizo brotar lágrimas de alegría; los tres se fundieron en un enternecedor abrazo. Los compañeros se acercaron a conocerlo entusiasmados por el feliz acontecimiento.

        Tintó creció al desamparo de sus jóvenes padres, en manos de una chiquilla, la hija de los malabaristas que se hizo cargo de él desde sus primeras horas de vida. Rodeado de un sinfín de personajes divertidos o grotescos propios del ambiente circense, Tintó fue haciéndose mayor. Los padres, obsesionados por su trabajo, apenas le dedicaban tiempo. Ejercitar y crear nuevos números era su objetivo. El trapecio sin red, que ellos practicaban, no admitía fallos de ninguna clase.

        El pequeño cumplió cuatro años sin que nadie se percatase de su estado. "Es tan callado", decían… No articulaba una sola palabra, tan solo a veces emitía algún sonido gutural acompañado de gestos con las manos. "Es que… tardará en hablar", afirmaba la madre, "no hay de qué preocuparse". Lo cierto es que ni un solo sonido coherente salía de sus labios, eso sí, entendía todo lo que le decían, su oído era perfecto, pero se expresaba por señas. El tiempo fue pasando sin que Armand ni Mariola tomasen medidas.

        Por fin, un buen día, decidieron visitar a un especialista. Tintó había cumplido once años y seguía igual. No había un precedente como aquel en la familia; el doctor no comprendía cómo el chico entendía todas las palabras y las escribía, pero sin embargo era incapaz de pronunciarlas. Su oído estaba impecable y las cuerdas vocales en perfecto estado como para hacerlo. Sopesaron sin mucho afán la idea de abandonar el circo en busca de un remedio definitivo. Se sentían culpables.

        No podrían seguir de gira permanente, Tintó requería una mayor atención, no solo la terapéutica sino también la escolar. Finalmente quedó a cargo de sus abuelos. "Tenemos que seguir trabajando para costear los gastos, hijo". Esas fueron sus palabras antes de marcharse.

       

        Y Tintó cumplió los dieciséis, ya era todo un hombrecito que continuaba mostrándose mudo para algunos. Por otra parte leía y escribía perfectamente, y asistía al colegio con normalidad. Con buenas calificaciones en todas las materias y más aún en educación física; desde muy niño había ido ejercitando su cuerpo con entrenamientos constantes. Sin embargo, jamás le verías subido a un columpio y menos si estaba suspendido en el aire a mucha altura; las acrobacias temerarias no eran lo suyo.

        Ahora bien, su habilidad expresiva a base de movimientos con su cuerpo o sus extremidades hacían posible lo imposible; era capaz de mostrar una estancia cerrada, o perfilar con sus manos un objeto; reproducir el movimiento reptal de una culebra; el gesto agresivo de un felino o la fuerza de un oso. Desde niño y en secreto, entrenaba todo tipo de lenguaje corporal. Para practicar, invitaba a sus amigos; jugaba con ellos a la adivinación para adecuar y llevar a extremo la perfección de sus estampas. Era capaz de reproducir las cualidades propias de cualquier ser incluidas las especies voladoras, representadas por él aun sin levantarse del suelo.

        Armand y Mariola, despegados afectiva y físicamente de Tintó, vivían su profesión de forma obsesiva; parecía como si su hijo no existiese, estaban ajenos a las actividades desarrolladas por el muchacho. De vez en cuando hacían la llamada telefónica de turno para saber de él, pero imposible cruzar una palabra con Tintó, claro. Una vez al año lo visitaban.

 

        Aquel día el empresario les había dado el día libre. París les abría un sinfín de posibilidades para disfrutar antes del día en que ofrecerían su número en el trapecio; les bastaría con pasear, sería más que suficiente. Mariola y Armand estaban felices, el éxito de la compañía era cada vez más notorio. Todo les iba bien.

        De pronto, Armand observó a lo lejos un cartel que presidía la cabecera de una marquesina, la del "Gran Teatro"; anunciaba el debut de un joven. Les llamó poderosamente la atención su colorido, iluminación y efectos sonoros. Mariola tiró de Armand para acercarse a verlo con más detalle, y…  se llevó las manos a la boca para ahogar un grito de sorpresa. "¡Es Tintó, nuestro hijo, Armand"!  En letras grandes se leía su nombre junto a una imagen del muchacho.

 

        A sus espaldas sonó una voz; Mariola y Armand se volvieron. Era la de un joven, de buen porte, esbelto y de gran belleza. Era Tintó; cruzaron sus miradas reconociéndose. El muchacho les correspondió observándoles con dureza y desprecio; se alejó de ellos sin pronunciar una sola palabra como llevaba haciendo, como castigo por su abandono, desde los primeros años de su infancia.

 

© Caleti Marco

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