martes, 1 de noviembre de 2022

Amantes de mis cuentos: Agua salada

 



Era un atardecer de otoño tan hermoso que hacía soñar y se dejó caer en aquella alfombra de arena. Con ojos desorbitados vio aparecer en la orilla a un delfín moribundo, justo en el momento que llegaban los cuatro amigos. No perdieron tiempo. Dos de ellos se fueron en busca de los vigilantes que de inmediato tomaron las medidas necesarias para salvar a ese mamífero con tanta fama de inteligente.

Llegó la calma y, aunque el aire afilado les cortaba la cara, se metieron en el agua. Así un día y otro también, aunque lloviese, tronara o cayeran relámpagos. Solo una vez dejaron de hacerlo, un ciclón se lo impidió. No eran de mucho hablar y se despedían con una palmada de amistad. Los sábados se ponían de acuerdo en reencontrarse a la hora de la siesta para jugar al dominó, luego a nadar, y los domingos por la mañana se divertían en el frontón y por la tarde al baile después de la zambullida.

De una de esas casetas que había en la playa vio salir a la chica de sus sueños. Trabajo le costó conquistarla, aunque al fin lo logró. Tuvo una gran suerte. A ella también le gustaba nadar a diario, se unió sin poner pegas al grupo de amigos. Pasó el tiempo de noviazgo, llegó la boda y a los hijos que vinieron uno detrás de otro les inculcaron la pasión por el mar.

Era de esos hombres, comentaba su mujer, que «razonaban con el corazón». Siempre con su familia, con sus amigos, con su rutina. La economía familiar no era muy saneada, por lo que practicaban el método del sobre: uno para el alquiler, otro para la luz, otro para el gas…, los céntimos que encontraba en el bolsillo se los daba al primer mendigo que encontraba en la calle. Era su buena acción al comienzo del día.

Hoy faltó a su cita de la playa. Se fue sin decir adiós a las olas, a las rocas, a las casetas, sin dar lugar a un abrazo de «hasta luego».

 

© Marieta Alonso Más

 

 

 

 

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