Hay mañanas que al despertar huele a Malecón y vive en la meseta castellana. Y es que hace muchos, muchos años, en la isla tropical donde nació hubo una revolución que pilló a Elsa con apenas siete años. A esa edad estaba en segundo de primaria y sabía leer, escribir y sacar cuentas. A esa edad no se sabe mucho de nada, ni de política, economía, ni de grandes ideales, lo que se quiere es correr, jugar, ser feliz. A esa edad sobran sentimientos que van a parar a los papás, a los tíos, a los primos y a los amigos.
Su vida transcurría entre
besos mañaneros, el desayuno, clases, almuerzo, clases, tareas, juegos, cena,
más besos, cierre de ojos, soñar, pesadillas y el abrazo de mamá para que se le
quitaran todos los miedos. Y de nuevo el sol que le decía: ¡A levantarse,
haragana!
Hasta que un día vinieron
unos señores vestidos de verde olivo y se llevaron a papá y al abuelo. Nunca
más los volvió a ver. Y su mamá decidió que debían emigrar.
Y aquí está Elsa, desde
entonces, en la tierra de secano que la acogió, que le dio una educación
universitaria, un buen trabajo, un marido, tres hijos, siete nietos y una
serena jubilación. La vida tiene sus cosas: nunca sabemos ni podemos elegir dónde
vamos a nacer y dónde nos van a enterrar.
© Marieta Alonso Más
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