domingo, 13 de noviembre de 2022

Malena Teigeiro: La señora viuda de Dávila

 



En la villa todos envidiaban el palacio de los Dávila, que a juicio de algunos no era más que una pretenciosa casona de labradores ricos, rodeada de tierras de labranza y campos de ganado. Cualquiera que asomara la cabeza al abierto portalón, admiraba los bien cuidados jardines, las paredes de brillante pintura, y los lujosos coches aparcados que nunca se movían. No hacía mucho que por aquella puerta, siempre entreabierta, había entrado a trabajar Marcita. En principio, el trabajo era bueno. En la casa solo habitaban la anciana viuda y sus dos criadas, ya viejas. Una de ellas, la cocinera Lucila, le había pedido al hijo de la señora que la contratara. Era su sobrina, una joven de toda confianza.

A la muchacha no le satisfacía mucho entrar al servicio de la casa, pues no lo permitía ver todas las tardes a Antonio, el joven con el que algún día contraería matrimonio. Pero pensó que si ella también ahorraba, podrían hacerlo antes.

Al mismo tiempo que le entregaron un uniforme, su tía Lucila le dijo que su sitio estaba en el sótano, allí era donde se encontraba la cocina, la lavandería, las bodegas y despensas. Y su tía, levantando un dedo, continuó. Tu habitación está en el fallado al que subirás por la escalera de servicio. Que escuchara bien, tenía prohibido salir de esas dependencias.

Al poner los pies en aquellas estancias, la joven se percató de que las paredes, los muebles y las cocinas, demostraban sin ninguna duda los tres siglos de antigüedad que pesaban sobre ellos. ¡Hasta los ratones que corrían por los estantes tenían canas!, le contó divertida a su novio Antonio. Y así, sintiéndose un poco enclaustrada, la joven inició su aprendizaje como cocinera.

Muchos días, mientras picaba carne, cebolla o pelaba las patatas Marcita sentía sobre su cabeza el sonido de pies descalzos corriendo por lo que debían ser los pasillos de viejas maderas. Cuando los escuchaba, siempre dirigía la mirada hacia su tía y su compañera, una mujer casi tan vieja como la casa. Como si nada ocurriera, ellas seguían trabajando. Había algo en aquellas carreras que no entendía. La señora viuda de Dávila, a la que desde hacía años nadie veía, tenía que ser una anciana. No había nada más que ver la edad de su hijo, el mayor de los cuatro. El señorito Dávila todos los días veintiocho entraba en la casa por la cocina. Se sentaba a la mesa, y mientras desayunaba un café con un trozo del bollo recién hecho por la cada vez más seca y delgada Lucila, entraban los otros trabajadores de la finca. Poniendo buen cuidado de que nada en la casa sufriera deterioro alguno, uno por uno, cotejaba los trabajos, las cuentas y les ordenaba sus cometidos para el siguiente mes. Y después de pagarles el salario, sin haber subido a ver a su madre ni preguntar por ella, se iba.

Aquella noche al finalizar el trabajo la joven, como siempre, subió por la escalera de servicio hasta su habitación. Era pequeña, cuadrada, y como única ventana, tenía una claraboya. Al abrir la puerta la luz de la luna que entraba recta se desparramaba sobre su camastro. Era fría, azulada, igual a la que caía sobre las tumbas del cementerio. Cerró la puerta y con la boca torcida se sentó en la cama.

Al atardecer, no solo había escuchado correr por los pasillos los pies descalzos de todos los días, sino que también se le había puesto la nuca rígida al oír el ulular de lo que le pareció la voz de una mujer seguida de un triste llanto. Nunca había escuchado un grito de angustia tan fuerte como aquel. ¿Quién sería la que aullaba de esa manera?, inquirió a su tía mientras preparaban la cena. Y Lucila, sujetando con fuerza la medialuna con que estaba picando el perejil, musitó que ella no había escuchado nada. Marcita se limpió las manos muy despacio. ¿Estaba sorda? La vieja continuó trajinando su cuchillo. Pues ella iba a subir. A lo mejor necesitaban ayuda. Y en cualquier caso, quería enterarse de lo que pasaba en el piso de la señora. Lucila golpeó con tanta fuerza la medialuna en la mesa que clavó el filo en la madera. La miró con dureza y exclamó: Nunca. ¿La había escuchado bien? Nunca. Se volvió y arrancó el cuchillo de la tabla. Blandiéndolo en la mano, continuó. Que escuchara bien, no le permitía subir al piso de los señores. Y en el caso de que lo hiciera —acercándose a ella le colocó el curvado filo delante del rostro—, que se atuviera a las consecuencias.

Trémula, decidió que no iba a acostarse allí. Mejor dormiría sobre el suelo de la cocina. Salió de la habitación y se dirigió a la escalera de servicio. Al pasar por el piso principal, escuchó de nuevo los quejidos. Se detuvo. Ahora eran dulces, trémulos. También le pareció oír la voz de doña Gertrudis, la cuidadora de la viuda. Sin más, abrió la puerta que daba entrada a las habitaciones. Ante ella apareció un pasillo grande, largo, con retratos de regios y pálidos personajes colgados a ambos lados. Pisando sobre la gruesa alfombra caminó a oscuras guiada por los enervantes sonidos, hasta la que supuso era la habitación de la anciana. Estaba abierta. Sin hacer ruido, se asomó. Una mujer de largos y escasos cabellos blancos, que como lánguidas guedejas le caían sobre la desnuda espalda, se encontraba arrodillada sobre la cama. Parecía estar buscando el abrazo de un transparente joven, de ojos y rizado cabello negro, que tumbado delante de ella se retorcía sobre la blanca sábana cual sinuosa serpiente. Ella, como si fuera un chorro de amenazante viento, ululaba levantando la cabeza hacia el techo mientras que, sentada en una mecedora, doña Gertrudis con la mirada fija en ellos, rumiaba: Dejadlo ya, que pronto va a amanecer. Marcita dio un paso hacia atrás. Tropezó con la alfombra y se cayó al suelo. Al escuchar el ruido la ardiente mirada del joven se volvió hacia ella. Con un gesto de la mano le indicó que se acercara. Ella se levantó y corrió por el pasillo hasta alcanzar la escalera. Bajó los escalones de dos en dos y sin dejar de correr salió al jardín y atravesó la puerta. Nadie la seguía. Tan solo iban detrás de ella las carcajadas turbias, vidriosas, malignas de la viuda de Dávila que asomada a la ventana la vio atravesar el oscuro portalón de hierro.

 

© Malena Teigeiro

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