Y, entonces, descubrí su cara amarga. No lo había hecho
antes porque aquel rostro cambiante adoptaba las formas, que a mi ego le
convenían para sobrevivir. Instalada en el autoengaño era fácil pensar que el
desamor no se había apoderado de nuestra relación, que la rutina diaria no
había minado las bases del deseo.
Creímos, de buena fe, que el amor recíproco duraría para
siempre, como nos habíamos prometido, en un arrebato sincero, cuando la pasión
contenida era tan normal como el aire que respirábamos.
Los primeros indicios fueron desechados por mí con
energía, a pesar de que eran significativos. Yo, siempre positiva, pensé que
nuestra relación había entrado en la fase tranquila, sin sobresaltos, de la
madurez. Esa etapa dulce, sin urgencias, en la que los amantes se convierten en
los mejores amigos.
Luego, empecé a notar que no me miraba con el mismo
orgullo de siempre, que ya no sentía los pequeños celos, frecuentes cuando
salíamos con amigos. Noté, sobre todo, la indiferencia, que se instaló a
nuestro alrededor, que se hizo irrespirable. No discutíamos, tampoco nos
reconciliábamos. No sentíamos temor el uno por el otro ni sentíamos las
ausencias. Nos miramos y, de repente, nos vimos distintos, como si nos viésemos
con una luz más cruda. Descubrimos la decadencia de nuestros cuerpos, los
músculos relajados, los ojos sin brillo, y el cabello de un color indefinido…
Cuando él me dejó por otra, sentí el frio del invierno
entrar por todas las rendijas de las puertas y ventanas amenazando con helar mi
corazón. Intenté retener el calor, todo fue en vano. Entonces comprendí.
Entonces supe de la cara amarga del abandono.
© Socorro González-Sepúlveda Romeral
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