Estaba un poco asustada, para qué iba a
negarlo, porque aquel sitio no era nada agradable, tan tétrico y tan oscuro, pero
nos llevaron allí a todos mientras en el exterior se desbarataban unos sonidos
estridentes que yo no entendía y que perforaban los oídos.
Sentí un nudo de angustia en el centro
del corazón.
Al
día siguiente sería Navidad, y a mí me gustaba estar en casa, con el belén, el
árbol y los regalos, pero no pudo ser. Mis padres se miraban asustados, yo
diría que aterrorizados, como si les hubiera caído encima un peso infinito. Salimos
corriendo a la calle, ellos, mis hermanos y yo, recorrimos unos cuantos metros,
bajamos unas escaleras y nos metieron en ese lugar tan extraño y tan oscuro
donde se palpaba el miedo, todo silencio y sombras negras, en el que, al
parecer, pasaríamos algún tiempo, nadie sabía cuánto. Todos se miraban con cara
de horror.
Yo
solo tenía nueve años y no entendía nada, aunque me daba miedo preguntar.
Y
allí permanecimos quietos, éramos muchos, todos apiñados, algunos conocidos,
parecía que la mayoría de ellos rezaban, o al menos movían los labios en un
susurro tenue, unos cuantos lloraban, y de fondo se escuchaban ruidos lejanos
que no supe interpretar. El pánico me comía por dentro, pero no dije una
palabra. Mi padre me agarraba la mano y me infundía una calma que él no
guardaba. Y yo le miré y pregunté:
—
¿Y este año no vamos a tener regalos de Navidad?
La
respuesta de mi padre fue una sonrisa muy triste.
El
regalo de Navidad de este año nos lo entregaron solemnemente las autoridades esa
misma mañana: había estallado la Tercera Guerra Mundial.
©Blanca
del Cerro
#CuentosparapensarBlancadelcerro
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