lunes, 19 de diciembre de 2022

Liliana Delucchi: El mundo entre mis brazos

 


Apenas un poco de luz penetra por las cortinas. La habitación está en penumbras y los débiles rayos de sol dibujan listas sobre la sábana. A su derecha, monitores verdes con líneas que suben o bajan, dependiendo de la respiración del enfermo. A la izquierda, más máquinas que determinan, eso cree él, el estado de sus constantes. Ni siquiera puede oler el perfume de las flores. Se las enviaron sus empleados acompañadas por una tarjeta de elogios que nadie cree, menos aún quien la escribió.

¿Dónde está lo conseguido? Tuvo el mundo en sus brazos. Ese sueño de niño que se hizo realidad y que ahora se esfuma entre susurros de médicos y enfermeras.

––Tiene una visita ––anuncia la atenta auxiliar rubia, esa que entra cada tanto para comprobar si tiene suero suficiente, con una voz tan suave que hubiera estado bien para secretaria.

Sonsoles fue una de sus primeras asistentes. Eficiente y solícita, pero la muy tonta decidió ser madre y él la despidió. Como a tantas otras si no le gustaba el color del esmalte de sus uñas o el sonido de su taconeo.

Abre los ojos para ver quién se ha atrevido a acercarse a este último santuario del que sabe que no va a salir y ve a una figura masculina, con un traje vulgar y alzacuellos.

––¿Qué hace aquí? ––pregunta con una voz que no reconoce como la suya, una voz sin autoridad y quebrada por los silbidos que salen de su pecho.

––Ayudarte, hijo ––responde el sacerdote––. Quizás necesites confesar.

––No tengo nada que confesar. Según tengo entendido lo que se confiesan son los pecados y yo no he pecado nunca. Solo hice lo que tenía que hacer.

Ahora sí su tono ha recuperado poderío. «Pero con un triste cura», piensa mientras se le escapa una sonrisa que le duele por la sonda que le sale de la boca.

––Y… ¿qué es lo que tuviste que hacer?

––Para empezar no me tutee. Yo a usted no lo conozco. Si quiere hacer algo por mí, llame a la enfermera y márchese. Necesito más morfina.

El visitante pulsa el botón de llamada y en pocos minutos se abre la puerta para dejar entrar a un hombre con bata blanca.

––Está estable ––susurra el asistente al sacerdote mientras se acerca a la ventana para cerrar las cortinas––. Aunque tendrá trabajo con éste, Padre Mario, según dicen ha sido un verdadero cabrón.

––¡Que tenga que oír esto de un mediocre! Nunca te hubieras atrevido a decirlo si otras fueran las circunstancias ––musita el enfermo desde su cama ––. Dile al clérigo que se acerque, pero que antes coja el libro que está sobre la mesa y me lo traiga.

El enfermero mira al cura que se acerca al escritorio.

––Ábralo por la página que está marcada con un señalador ––ordena el enfermo––. ¿Ve la imagen de ese tapiz? Marcó mi vida desde niño.

Le cuenta que el libro pertenecía a su abuela, quien le dijo una noche de tormenta en que él tenía miedo, que no debía sentir eso, ya que su vida había sido señalada como la de ese hombre musculoso y fuerte que sujeta el mundo entre sus manos. Bendecido por un ángel, admirado por reyes, encandilaría a hombres y mujeres, conquistando todo lo que encontrara a su paso.

––Vencerás en tus propias guerras ––me dijo la anciana mientras me acariciaba la cabeza ––y serás capaz de resistirte al canto de las sirenas, como un Ulises moderno.

El sacerdote se mantiene en silencio y apoya su mano en la del enfermo, que continúa:

–––¿Sabe una cosa, Padre? La vieja tuvo razón. Lo conquisté todo. Los hombres me siguieron hasta en los proyectos más arriesgados. Vencí en todos los frentes.

La habitación se llena de un silencio solo roto por los tenues sonidos de los monitores que iluminan escasamente la cama del enfermo.

El paciente intenta incorporarse sobre sus almohadas pero no lo consigue. Ladea su rostro hacia el hombre que lo escucha y finalmente susurra:

––Solo que yo no tengo Ítaca a la que regresar, ni Penélope o Telémaco que me esperen.

 

© Liliana Delucchi

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