Joven, apuesto y vanidoso; de porte
altivo y arrogante. Con trazas de caballero; seguro de sí mismo e implacable en
el trato, y un tanto extravagante.
Pedro —Perico para todos— era así; ya
prometía de niño. Se educó en una familia de abolengo, en la más absoluta
ruina. Tan solo los apellidos darían continuidad a su rancia y anticuada
estirpe, no así las posesiones que iban mermando poco a poco a medida que las
condiciones económicas apretaban. Su madre veló por él, por su formación y por
su imagen; le enseñó modales y a cuidar su aspecto, a vestir bien; iba siempre repeinado
y pulcro hasta la exageración.
Llegó a ser diplomático de profesión, no
podía ser de otra manera. Se valió de contactos familiares con la alta sociedad
para obtener trato de favor. Y dio la talla. Era un hombre inteligente; sabía
moverse con habilidad y soltura. Hablaba tres idiomas. Muy completo, diría yo. Eso
sí, excéntrico y caprichoso; la ambición le pudo.
Lo más estrambótico que hizo fue cambiar
de nombre; más bien lo transformó, la formulación original del suyo le parecía obsoleta
y poco comercial. Un apellido contaminado por una saga decadente, eclipsada por
las deudas. «No quiero que me asocien con ella», se dijo.
Así que una vez empezó a consolidarse
profesionalmente llevó a cabo una de las más absurdas tonterías, pasó de ser Pedro
Alameda a Peter Path; —mera traducción al inglés de su nombre de pila y primer
apellido—. La familia aplaudió, con gran estupidez, la gracia. «Es un hombre
poderoso, se lo puede permitir», decían sus parientes como justificación a su
chifladura. La vida le sonreiría, pero hasta un límite.
Cumplió con todos los requisitos
sociales estipulados. Se casó, con una mujer de gran belleza —decían que con
mucha clase— y fue padre de tres hijos, todos varones. No llegó a conocer a
fondo a ninguno de ellos, apenas les dedicaba tiempo. Obsesionado por el dinero
y enloquecido por la codicia, se volcó en el trabajo por pura autocomplacencia.
No paraba de viajar ni escatimaba esfuerzos ni tiempo a su labor. Pasó años en
los que le daba justo para llegar a casa y ver a su esposa que lo esperaba
hasta altas horas de la noche. En cuanto a los hijos, ni eso; él mismo bromeaba:
«No sé cuánto han crecido mis hijos, los veo siempre en posición horizontal; ¡cuando
llego a casa ya están en la cama, dormidos!».
A punto de cumplir los cincuenta Perico empezó
a sentirse agotado y viejo. Había ralentizado algo su desenfrenada actividad,
aunque seguía desempeñando responsabilidades de cierta envergadura. Aquel día
se encontraba en casa, y le dio por reflexionar. Fue repasando poco a poco su
vida; no le gustó mucho lo que vio. En estas detuvo su mirada en el mueble de
la sala, saturado de fotos familiares; todas ellas sin él. Parecían estar
ordenadas cronológicamente desde los primeros años de la infancia de sus tres
hijos hasta la actualidad. «¡No estoy en ninguna!», se percató alarmado.
Hoy Perico está solo y abandonado. Una
mujer a su servicio se ocupa de las tareas de la casa. No tiene familia a su
lado, ni esposa; ella se cansó de sus ausencias y pidió el divorcio; se casó
con otro hombre. Sus hijos, grandes desconocidos, ni se preocupan por él.
Muchos amigos le han dado la espalda; ya no cuenta. Sus años de gloria y
bonanza han terminado. Ha dejado de ser aquel hombre brillante y triunfador sin
paliativos.
Perico se acercó al basar y puso más atención.
Se dio cuenta de que le era imposible identificar en las fotos a cada uno de
sus hijos, no encontraba diferencia entre uno y otro. Apenas recordaba sus caras,
ni los rasgos más característicos de los primeros años de sus vidas; tampoco de
cuando cumplieron la mayoría de edad. No recordaba ninguna de sus más
determinantes peculiaridades físicas por las que poder diferenciar a uno de
otro. Miró de nuevo apesadumbrado haciendo un esfuerzo por conseguir encajar los
nombres; acabó por desistir. «No soy capaz de saber quién de ellos es cada uno».
¿Qué me ha pasado?, ¿qué he hecho, o que he dejado de hacer? Todo fue por ellos
—pensó convencido queriendo engañarse a sí mismo—. Han disfrutado y disfrutan
de una buena vida, sin ninguna privación gracias a mí. Les he dado todo, pero…
¿quién soy yo?, ¿acaso lo sé? ¿lo sabe alguien?" Un hondo pesar lo invadió.
Quedó enajenado ante aquel descubrimiento. Quería perderse y desaparecer.
©
Caleti Marco
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