domingo, 29 de enero de 2023

Cristina Vázquez: El método

 


Estaba aburrida. Los veranos de antaño, los de su niñez mimada y salvaje seguían vivos en su memoria. Se veía corriendo casi desnuda por playas solitarias batidas por vientos que, al levantar la arena, esta se clavaba igual que pequeños alfileres. O deslizándose con sus hermanos por unas dunas cambiantes, o extasiarse frente a una enorme y gelatinosa medusa que el mar había dejado como un titubeante regalo.

Ahora vigilaba a sus hijos. Le gustaba verlos bañarse en la orilla, aunque sentía por ellos que no tuvieran el mismo esplendor de la libertad de sus años de infancia. Pero en su nueva familia, la de su marido, todo era formal y medido. Tiempo de baño, tiempo de estudio, tiempo de paseo y él, su marido, Antoine, un hombre apuesto, trabajador y rico se volvía inflexible con la aplicación de estos tiempos.

—Sin disciplina, querida Charlotte, no se fragua la vida —le repetía convencido.

No tenía más que fijarse lo bien que le había ido a él, continuaba, cómo había mantenido y aumentado el patrimonio familiar. Y no solo en temas económicos, le reconoció esa noche en que el otoño ya se colaba al final de agosto como una premonición. Él tenía la costumbre del soliloquio, qué le iba a hacer ella. Cuando terminaba sus cumplidos argumentos, Antoine, se callaba; parecía querer revivir en su interior lo que había dicho. A lo mejor escuchaba una cerrada y admirativa ovación, pues afirmaba con la cabeza como si rubricase sus ideas expuestas. Tantas veces repetidas, pensaba su mujer.

—Por ejemplo, querida, a ti que tanto te gusta leer, lo haces sin método.

Se puso la servilleta en el cuello para evitar que la salsa de la pularda le manchara la almidonada camisa. Un día un autor, otro día saltaba de época y de tema. Se secó los labios con parsimonia. Claro, finalizó condescendiente, este desorden en las lecturas era el resultado de la educación tan liberal, diría libertaria, casi salvaje, que había recibido.

Ella le miraba desde la lejanía en que se había instalado para sobrellevar las peroratas conyugales y el verano familiar, al que, en breve, se iban a añadir tías, hermanas y parientes, siempre del lado de él, claro. Charlotte le rebatía con tranquilo convencimiento que para ella leer era un placer y que el placer estaba reñido con el método. También resultaba un poco enojoso que se pusiera tanto ese llamativo traje naranja, respondió él como si no la hubiera escuchado, tan acostumbrado estaba al soliloquio. Resultaba inapropiado para estar sentada a la orilla del mar, casi metida en el agua y distraída con el inevitable libro. Hizo una pausa. No lo podía comprender. Se quitó la servilleta del cuello de un tirón.

—No será por falta de vestidos —remató con suficiencia.

La brisa, en ese adelanto otoñal, golpeó una de las ventanas lo que les obligó a mirar en la misma dirección. Charlotte bebió de su vino rosado que estaba deliciosamente frío y le sonrió igual que una gata que se relamiera tras un buen sorbo de leche.

—Tú sabes de método, yo sé de libertad. Al menos me la permito en las lecturas, ya que no en otras cosas.

Sabía que a él, en el fondo un buen hombre prisionero de sus principios y formalidades, le inquietaban sus afirmaciones de este tipo. No debía olvidar que lo que siempre le atrajo de ella fue precisamente eso, su falta de método. Antoine carraspeó.

—Tienes razón, pero con el tiempo, querida, hay que evolucionar. Lo que hace gracia al principio luego cansa.

—Ese es tu problema, no el mío.

Se levantaron para tomar el café en la terraza a la que llegaba el ruido del mar y el olor un poco putrefacto de las algas. La mujer le abrazó por la espalda y le susurró que no se equivocara con ella o la perdería. Notó la rigidez del cuerpo de él.

—Voy a entrar, tengo frío —anunció ella.

Él la siguió y antes de subir Charlotte para ir a acostarse por la escalera de pasamano oscuro y labrado, le oyó preguntarle cuándo se había comprado ese llamativo vestido. No era en absoluto su estilo. Ella notaba la irritación en su voz. Desde el rellano en el que se había detenido le inquirió con mucha dulzura.

—¿Pero no fuiste tú el que me lo regaló? —se rio abiertamente—. Qué mala cabeza tengo.

 

© Cristina Vázquez

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